Esta es la última creación del escritor Miguel Amorós, texto que revisa su anterior y conocido "El partido del estado" estudio de como se creó la partitocracia y cuales han sido sus transformaciones hasta llegar a la situación actual.
"El tema de la partitocracia no ha sido seriamente estudiado ni por la sociología académica ni por la crítica “antifascista” del parlamentarismo moderno, y eso a pesar de que la crisis de los regímenes autoproclamados democráticos haya desvelado su realidad específica en tanto que sistema autoritario con apariencias liberales donde los partidos, y mucho más sus cúpulas, se abrogan la representación de la voluntad popular a fin de legitimar su acción y sus excesos en defensa de sus intereses particulares. No debe de extrañar el hecho, pues al igual que sucedió con la burocracia de partido único en los regímenes estalinistas y fascistas, la clase política conformada por la partitocracia existe en la medida que niega su existencia como clase explotadora. Si la clase burocrática del capitalismo de Estado disimulaba su función de clase explotadora presentándose como “partido del proletariado” o “partido nacional”, la clase partitocrática del capitalismo de Mercado lo hace exhibiéndose como “representante de millones de votantes”, y por lo tanto, si la dictadura burocrática era el “socialismo real”, el coto partitocrático es la “democracia real”.
CLASE MEDIA,
PARTITOCRACIA Y FASCISMO
El tema de la partitocracia no ha
sido seriamente estudiado ni por la sociología académica ni por la crítica
“antifascista” del parlamentarismo moderno, y eso a pesar de que la crisis de
los regímenes autoproclamados democráticos haya desvelado su realidad
específica en tanto que sistema autoritario con apariencias liberales donde
los partidos, y mucho más sus cúpulas, se abrogan la representación de la
voluntad popular a fin de legitimar su acción y sus excesos en defensa de sus
intereses particulares. No debe de extrañar el hecho, pues al igual que
sucedió con la burocracia de partido único en los regímenes estalinistas y
fascistas, la clase política conformada por la partitocracia existe en
la medida que niega su existencia como clase explotadora. Si la clase
burocrática del capitalismo de Estado disimulaba su función de clase explotadora
presentándose como “partido del proletariado” o “partido nacional”, la clase
partitocrática del capitalismo de Mercado lo hace exhibiéndose como
“representante de millones de votantes”, y por lo tanto, si la dictadura
burocrática era el “socialismo real”, el coto partitocrático es la “democracia
real”.
Para comprender el fenómeno de la partitocracia
hay que remontarse a sus orígenes históricos y enmarcarlo entre la
degeneración extrema del parlamentarismo, la expansión del Estado y la
profesionalización total de la política, hechos intensificados en la
posguerra mundial. Podíamos mencionar a los vaivenes imperialistas, a la guerra
fría y a la crisis energética, como otros condicionantes de la fusión entre la
política, el Estado y el capitalismo nacional. Pero la patrimonialización
del Estado por una clase política no alcanza su cenit y, por lo tanto, no
desempeña un papel central en la historia, más que cuando proclama como
objetivo único el crecimiento de la economía autónoma, es decir, el abandono
del nacionalismo económico en pro del desarrollo mundial del Mercado. Entonces
la clase política partitocrática se convierte en parte de la clase dominante.
Entiéndase que no es una clase subalterna, ni es toda clase dirigente (salvo en
el caso chino); tampoco se trata de una clase nacional. Precisamente cuando se
internacionaliza deviene un elemento fundamental en las relaciones de
producción impuestas por la globalización financiera. La partitocracia
suprime la contradicción entre intereses nacionales e intereses globales al
recrear en todas partes las mismas condiciones políticas óptimas para la
expansión de la economía, por un lado desactivando las protestas que emanan de
la sociedad civil e integrando a la oposición no parlamentaria, y por el otro, aportando
la violencia institucional allí donde falla la violencia económica. La economía
no funciona sin el orden, y la partitocracia es, si no exactamente el
orden, es un desorden que funciona en beneficio de la economía. Es el
desorden establecido.
Bien que en un caso estamos
ante un sistema abierto y competitivo que utiliza procedimientos electorales y,
en el otro, ante un sistema cerrado y rígidamente jerarquizado donde los
nombramientos no necesitan legitimación, en los últimos tiempos no es raro
la comparación, incluso la asimilación, de la partitocracia con el fascismo.
Ambas son formas autoritarias de gobierno que surgen tras los retrocesos y
derrotas del proletariado, en el subsiguiente proceso de masificación y
desclasamiento que dará lugar a una nueva clase media conformista y aquiescente.
Las dos nacionalizan bancos en ruina y tienen un momento “plebeyo” inicial que
estipula el “derecho al trabajo” y apuntala a determinados sindicatos para
usarlos como interlocutores, finalizando tan pronto como la clase obrera es
domesticada y disuelta. Entonces se realizan contrarreformas laborales y se
piden esfuerzos depauperadores a las clases medias. Fascismo y partitocracia
son respuestas costosas a la crisis capitalista puesto que necesitan mantener
una creciente población improductiva, ya que la salida de la misma exige una
renovación, una movilización y un trasvase de recursos que no están al alcance
del Mercado. Son maneras de organización política del gran capital diferentes
de los regímenes antiguamente llamados “bonapartistas” -haciendo referencia a
la dictadura populista implantada en Francia tras una victoria electoral por
Luis Napoleón. como el del mariscal Pétain, también en Francia, el del general
Perón en Argentina o el chavismo. Partitocracia y fascismo poseen una base
social concreta, la pequeña burguesía, los empleados y el proletariado
desclasado en el segundo, y la clase media asalariada y los obreros
sindicalmente amaestrados en el primero. La psicosis colectiva generada por
la ausencia de ideales de clase, la desmoralización y el miedo a la crisis,
hacen que dicha base crea en milagros con tal que una dirección salvadora los
prometa, y se disponga a someterse, no sin patalear, a toda clase de medidas
restrictivas. El desastre de la globalización hace que la dominación reclame
una economía de guerra. Y aquí comienzan las diferencias: el fascismo se
produce en un marco nacional, de ahí sus planes autárquicos, las empresas
mixtas, los trabajos públicos como solución estatista del paro y su
nacionalismo expansionista. La partitocracia se desarrolla en un contexto
neoliberal, por lo que su planificación nacional obedece las directrices
económicas del capital internacional y su política exterior se supedita a la
estrategia diplomático militar del gran Estado gendarme del capitalismo, los
Estados Unidos de América. De ahí sus planes de infraestructuras, el
fomento de la construcción de viviendas y el desarrollo del sector terciario.
Al contrario de lo que sucede con el fascismo, en la partitocracia los
consorcios público privados tienen más que ver con la administración local o
regional que con el Estado. La partitocracia trabaja más en pro de la
gestión financiera capitalista que para salvar la propiedad privada autóctona;
se mueve siempre en la esfera de intereses transnacionales que superan a los
estatales y locales aunque no los anulen. Cierto es que se sirve del miedo
como instrumento de gobierno, pero no para imponer una política de terror, sino
una política de resignación. Para la partitocracia, los señalados
como terroristas son sus enemigos y se emplea a fondo con ellos, aunque, en
condiciones normales, prefiere disolver los antagonismos de clase en lugar de
criminalizarlos y aplastarlos, escogiendo la compra de líderes por cooptación
al uso de la fuerza, y la tecnovigilancia al internamiento político. La partitocracia
carece además del gran problema de los regímenes terroristas de partido único,
que es la guerra contra las naciones vecinas. En virtud de los tratados
internacionales que establecen la circulación libre de capitales, la expansión
de la economía nacional no choca con aranceles ni barreras aduaneras,
pudiéndose extender y hasta deslocalizar por el mundo sin necesidad de
operaciones bélicas, salvo las exigidas por el control de las fuentes de
energía. En consecuencia, las políticas “de defensa” de los sistemas
partitocráticos no agotan las reservas nacionales en la fabricación de
armamentos, ni condenan al hambre a la población sometida (como pasaba por
ejemplo en la URSS y pasa hoy en Corea del Norte). Los fascismos y
totalitarismos han resultado fallidos casi siempre y se han desmoronado
víctimas de sus insuperables contradicciones. Con frecuencia has sido
sustituidos por regímenes partitocráticos más o menos imperfectos, es decir,
más o menos mafiosos, según la presencia débil o fuerte de mecanismos
reguladores, e inversamente, según la presencia fuerte o débil del personal del
régimen anterior. Alemania, Suecia o el Reino Unido podrían ser ejemplos de
partitocracias autorreguladas, y España, Italia o Rusia, de partitocracias
corruptas. Tal reconversión se ha aprovechado de la derrota definitiva del
proletariado revolucionario, nunca compensada con nuevos avances que reanimaran
la discusión y el debate social e hicieran posible el retorno de un movimiento
obrero radical e independiente.
Podemos aceptar que la partitocracia
no es fascismo, aunque se asemeje a él en algunos aspectos, sobre todo en la
forma bipartidista, pero es más cierto que tampoco es democracia: es una especie
de régimen parlamentario degenerado con prácticas cada vez más oscuras y
autoritarias. Ninguna revolución interna lo amenaza, ni ninguna revuelta
exterior le preocupa, pero las crisis, al sacrificar a las clases medias,
producen cierto grado de desafección. Las partitocracias se ven cuestionadas
por su base social debido a su supeditación al sistema financiero, pero no
hasta el punto de apelar ésta a procedimientos revolucionarios, ya que su
iniciativa no va más allá de la reforma electoral, del control de la Banca y de
la demanda de inversiones. Las clases medias descontentas exigen unos
partidos más acordes con sus intereses y un Estado más keynesiano que solucione
el problema del paro y del crédito, por consiguiente, sus armas siguen siendo
la recogida de firmas, las movilizaciones por delegación, pacíficas y
espaciadas, los votos y los recursos ante los tribunales. Las clases medias
(entre las que cabría el proletariado inconsciente, disperso y desmoralizado)
no persiguen un enfrentamiento con las instituciones partitocráticas, sino una
mayor apertura de las mismas a un frente de terceros partidos y asociaciones.
Una bautizada “democracia participativa.” Quieren ser correctamente
representadas en el régimen, por lo que nunca presentarán batalla ni permitirán
que nadie la presente. Mojan la pólvora para que no explote. No obstante, esa
distanciación existente entre la base y el sistema, al aislar a la clase
política parasitaria –que, no lo olvidemos, incluye a la burocracia obrera-
obligaría a la partitocracia a endurecerse ante el peligro de una
posible oposición “antisistema” aproximándola al fascismo, si no fuese porque
los pequeños partidos, coaliciones electorales y plataformas cívicas hacen de
puente, reciclando a los ingenuos o ambiciosos, y de barrera, conteniendo los
desbordamientos. La partitocracia también se endurece cuando sus
instituciones dejan de funcionar por un exceso de corrupción o de gasto
administrativo, por una crisis financiera o por una mala gestión prolongada.
Pero entonces, no basta con la legislación punitiva y las fuerzas
antidisturbios, y hay que utilizar a los partidos y sindicatos alternativos, a
los movimientos sociales y vecinales, a fin de apaciguar el descontento y
reconducirlo por vías políticas y sociales legalistas. Uno se duerme en una
asamblea de “indignados” y se despierta votando a Izquierda Unida o a Los
Verdes. Y mientras tanto, la clase política, el verdadero Partido del Estado,
salva su modus vivendi, o como ella lo llama, la “gobernabilidad”,
gracias a una complicación pasajera del mapa político y unas puertas
entreabiertas a la participación “transversal”.
La partitocracia se consolidó
gracias al apoyo de las clases medias, que gustan de autodenominarse
“ciudadanía”, pero no se corresponde con el gobierno de dichas clases; es, por
el contrario, el gobierno absoluto del capital globalizado. Al estar
demasiado fragmentadas, las clases medias son incapaces de una política
independiente y, tanto en épocas de bonanza como en épocas de crisis, se
acomodan con las políticas desarrollistas que marcan los dirigentes de la alta
burguesía ejecutiva. Pero algo han de decir cuando sus intereses son
echados por la borda. La protesta ciudadana, de la que el izquierdismo
vanguardista no es más que una versión arcaizante, es su manera de manifestar
el desencanto con los “políticos” y los parlamentos. Que no espere nadie ver
transformarse las reivindicaciones “democráticas” consabidas en
reivindicaciones socialistas. Que tampoco nadie espere encontrar en las
propuestas ecologistas una defensa del territorio. No se piden más que
reformas; sin embargo, la partitocracia, al igual que el desarrollismo
en el que se sienta, no puede reformarse, sólo cabe derribarla, y eso es
precisamente a lo que las clases medias no se atreven. No está en su
naturaleza. Si se concentraran fuerzas históricas suficientes para destruir la partitocracia,
es decir, si se profundizara la crisis social hasta la ruptura, una parte de la
clase media las seguiría, mientras que la otra abrazaría la dictadura o el
fascismo y, entonces, el comunismo o socialismo revolucionario se jugaría a
doble o nada. Por desgracia, esas fuerzas no existen.
Cualquier análisis serio de la partitocracia
debe tener en cuenta las relaciones entre la clase dominante, incluida la clase
política, las clases medias y los movimientos contrarios al sistema. La
clase dirigente debe asegurar la conexión con las clases medias mediante el
Partido del Estado, neutralizando cualquier oposición resuelta que se forme
directamente desde la contestación social. Si ello no sucediera y las
protestas se convirtieran en revueltas, la clase dominante abandonaría los
métodos pacíficos y conservadores en pro de tácticas propias de la guerra
civil, acallándose los lamentos ciudadanistas y transformándose la clase
política en partido unificado del orden. Cuando la clase dominante entra en
conflicto con la democracia parlamentaria formal tratará de salir mediante
leyes de excepción y estados de sitio encubiertos. Esa es la verdadera función
de la clase política y la burocracia obrerista en momentos de crisis aguda. La
clase política o Partido del Estado está para hacer innecesario el siempre
arriesgado recurso al golpe militar o al fascismo, pues ella ha de bastarse y
sobrarse para hacer de gendarme del capital mundial manteniendo las mínimas
apariencias de legitimidad parlamentaria. Del papel desempeñado en el fascismo,
en el parlamentarismo democrático y en la partitocracia, colegimos que las
clases medias no constituyen exactamente una clase, sino un agregado variopinto
de fragmentos sociales, maleable y versátil, por lo que están condenadas a
seguir siendo hasta el fin una herramienta del capitalismo. No pueden
escapar a las alianzas de emergencia con la clase dominante, puesto que
necesitan una “dirección” y no hay otra clase capaz de dársela. Hemos apuntado
la posibilidad de que de la plena descomposición del capitalismo pueda emerger
una clase “peligrosa” dispuesta a cambiar la sociedad de arriba abajo y a
eliminar el régimen político imperante. Esta clase ha de rechazar la ideología
ciudadanista tanto como la política profesional que hacen los partidos, pues su
condición de existencia impone una estrategia subversiva y un proceder
independiente e igualitario. Si eso llega a suceder, la cuestión de la clase
media se resolverá por sí sola, esfumándose. Las clases medias temen más a
la anarquía popular, a la violencia de masas, al anticapitalismo o al
desmantelamiento del Estado, que a los impuestos, a los recortes o a las
privatizaciones. Están irritadas con los políticos, con el parlamento y con
el gobierno, pero todavía creen en los jueces, en la prensa, en los
funcionarios y las ONGs, en la sanidad y la enseñanza públicas, en la ciencia y
el progreso. Están sentadas sobre dos sillas inestables, pero ante una
alternativa demasiado pronunciada se aferrarán a los tópicos ciudadanistas del
orden antes que aventurarse por los inciertos caminos de la revolución social.
No será así en todos los casos, pero sí en la mayoría. Al menos en un
principio, cuando la clase dominante y el sistema partitocrático tengan las de
ganar.
Es muy difícil pensar estratégicamente
después de una serie de derrotas decisivas. Los nuevos rebeldes persisten en
ignorar la derrota de sus predecesores, pues cuanto mayor ha sido la destrucción
del medio obrero y el progreso de la domesticación, mayor es la desorientación
y la impotencia en vislumbrar una nueva perspectiva. La historia social
registra un gran número de derrotas suplementarias como resultado de una mala
evaluación de la derrota principal, en este caso la del proletariado en
los sesenta y setenta, empeorada con los intentos de ocultarla o de ignorarla.
Tampoco parece que influyan las transformaciones del capitalismo provocadas por
la globalización, la crisis energética o la urbanización generalizada. En la
guerra social este tipo de comportamiento lleva a la aniquilación de fuerzas,
al compromiso efímero y al sectarismo vanguardista y aventurero. Resulta
paradójico que quienes más partidarios son de una memoria histórica completa
sean los más desmemoriados. Y que quienes se autodenominan la pesadilla del
poder, no sean más que la facción indisciplinada y extremista de las clases
medias en ebullición. A lo largo de la historia las crisis sociales han
conducido a situaciones explosivas, pero en una atmósfera de confusión y en
ausencia de una conciencia clara, las crisis solamente agravan el proceso de
descomposición. La mentalidad nihilista y el oportunismo ocupan el lugar de la
conciencia de clase, trabajando contra la formación de un sujeto revolucionario,
y fomentando subsidiariamente en las masas oprimidas sentimientos de
frustración y de indiferencia. En los medios superficialmente contestatarios
faltan análisis serios que destapen las raíces de la cuestión social. El atroz
contraste con la realidad tozuda y triste de los ridículos tacticismos
obreristas e insurreccionalistas, por no hablar de los todavía más penosos
montajes lúdicos o estéticos, induce a la pasividad, no a la radicalización. No
puede haber radicalización sin toma de conciencia, y no hay toma que valga si
no se ha evaluado críticamente el pasado. Solamente con buenas intenciones,
rabia y escenografías no se va a ninguna parte. Desgraciadamente estamos en los
comienzos de una revisión crítica. El capitalismo continua venciendo sin
encontrar demasiada resistencia. Y el bando de los vencidos continua sufriendo
las consecuencias no asimiladas de sus derrotas.
Miguel Amorós
10 de enero de 2013
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