
Hace casi un año, el líder del partido político que se
autoproclama de los «ciudadanos» y aspira a representarnos como único garante
de la equidad y el virtuosismo institucional, dijo que «no apoyaba la huelga
feminista porque su partido no era anticapitalista». Sinceramente, creo que fue
un noble acto de sinceridad, una evocación de la realidad manifiesta, es decir,
de sus palabras podíamos deducir que su organización sentía un gran aprecio por
la estabilidad de las doctrinas neoliberales, algo que nadie dudaba. Lástima
que cuando se corroboró el éxito de la convocatoria no tardó ni una hora en
sumarse a la proclama, asegurando que ellos eran feministas y muy feministas,
en fin, como todo buen caballero diría: lo que haga falta por las mujeres. Más
allá de la mediocridad y las contradicciones del político de turno, lo que está
claro es que las ideas liberales y la mueva sociedad que surgió tras la caída
del Antiguo Régimen crearon un nuevo sujeto, un sujeto que a partir de ese
momento sería el encargado de ocupar la esfera pública e imponer sus justas
leyes. El problema es que en esta nueva era ilustrada se olvidaban,
deliberadamente, de la mujer y de los trabajadores. El nuevo orden traía
consigo un claro protagonista, el hombre, eso sí, un hombre en posesión de sus
verdaderos atributos de virtud, blanco y propietario. El liberalismo, como
escribió Bakunin, se reservaba la igualdad y la libertad como un derecho
exclusivo y propio de la clase dominante, una anarquía resumida a la perfección
en la famosa máxima «laissez faire, laissez passer». Se trataba de esa libertad
estrechamente ligada a sus intereses económicos de la que sólo ellos podían y pueden
gozar. El resto de los mortales estamos sometidos a las leyes con las que nos
flagela el Estado, un Estado que se disfrazó de bienestar para intentar
seducirnos al tiempo que bailaba con las tesis keynesianas, pero que en la
actualidad rechaza esos pasajeros romances socioeconómicos y ha vuelto a sus
verdaderas raíces de las que jamás renegó.
A fin de cuentas, se trata de eso, los Estados modernos están
fundados sobre una base teórica de desigualdad. Ahora deberíamos preguntarnos
quién va a luchar por los derechos de las mujeres, quién va a luchar por los
derechos de los más miserables ¿el Estado? Las mujeres realizan dos terceras
partes del trabajo mundial en horas, y sólo poseen el 1% de la riqueza a nivel
planetario. A su vez, mientras los trabajadores de ambos sexos se desloman, es sólo
un 1% de la población del mundo la que acapara el 82% del capital global. Para
muchos puede ser decepcionante, pero la realidad es que, a través de los
partidos políticos al servicio del Estado, sean del color que sean, jamás se
rectificará esta lógica. El movimiento feminista, al igual que cualquier otro
movimiento de emancipación, nunca conseguirá sus objetivos al servicio de estos
medios institucionalizados, sino luchando contra los mismos. Tenía razón ese aspirante
a presidente del gobierno del que he hablado en el párrafo anterior, al
feminismo no le queda otro remedio, debe ser antisistema.
e. Boix
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