jueves, 17 de enero de 2019

El feminismo y el Estado


«¡Acción, sí; palabras, no!» Qué bonita frase para rechazar la cortesía y las falsas promesas de la clase política. Con este contundente eslogan se lanzaban a la lucha las suffraggetes británicas a principios del siglo XIX, encabezadas por Emmeline Pankhurst. En esta batalla en que se exigía la igualdad, principalmente de derechos políticos entre los cuales destacaba en aquel momento por encima de todos el derecho al voto, la estrategia del feminismo se dividió entre las que optaron por esperar a los avances en el ámbito parlamentario y legal, y por otro lado, las que hartas de la lentitud y, muchas veces, la inexistencia de una voluntad real de llevar a cabo estas medidas progresistas más allá de las falsas promesas y la verborrea cínica de los políticos, decidieron pasar a la acción. Emmeline Pankhurst lo tenía muy claro, «a los gobiernos les preocupa la propiedad, pues nosotras debemos atacarla». Las suffragettes adoptaron la acción directa como método de lucha, entrando en conflicto con el orden establecido. Las militantes feministas ocuparon la calle, interrumpieron discursos de políticos, se presentaron en las reuniones de partidos para boicotearlos, atacaron a los domicilios privados de diputados y políticos, se les ponían multas que no pagaban y muchas acabaron en prisión donde reclamaban el estatus de presas políticas a la vez que iniciaban huelgas de hambre como protesta, aunque se les obligaba a ingerir alimentos a la fuerza. Pronto emergieron asociaciones antisufragistas, formadas tanto por hombres como por mujeres. Una de sus principales tácticas era ridiculizar a las sufragistas, para ese cometido divulgaron la imagen de estas mujeres caricaturizadas como las típicas solteronas amargadas y extremadamente radicales, una especie de marimachos, estereotipo que perdura hasta nuestros días. Posiblemente la acción que más escandalizó a la opinión pública fue la que protagonizó Emily Davidson, quien se arrojó ante el caballo del rey en el derbi de Epsom en 1913, muriendo a los pocos días a causa de las heridas. Fue la primera mártir de la causa sufragista. En 1918 las mujeres británicas adquirían el derecho a votar, un logro que hubiese sido inalcanzable sin la fuerza y la acción contra el sistema de las suffragettes.

Hace casi un año, el líder del partido político que se autoproclama de los «ciudadanos» y aspira a representarnos como único garante de la equidad y el virtuosismo institucional, dijo que «no apoyaba la huelga feminista porque su partido no era anticapitalista». Sinceramente, creo que fue un noble acto de sinceridad, una evocación de la realidad manifiesta, es decir, de sus palabras podíamos deducir que su organización sentía un gran aprecio por la estabilidad de las doctrinas neoliberales, algo que nadie dudaba. Lástima que cuando se corroboró el éxito de la convocatoria no tardó ni una hora en sumarse a la proclama, asegurando que ellos eran feministas y muy feministas, en fin, como todo buen caballero diría: lo que haga falta por las mujeres. Más allá de la mediocridad y las contradicciones del político de turno, lo que está claro es que las ideas liberales y la mueva sociedad que surgió tras la caída del Antiguo Régimen crearon un nuevo sujeto, un sujeto que a partir de ese momento sería el encargado de ocupar la esfera pública e imponer sus justas leyes. El problema es que en esta nueva era ilustrada se olvidaban, deliberadamente, de la mujer y de los trabajadores. El nuevo orden traía consigo un claro protagonista, el hombre, eso sí, un hombre en posesión de sus verdaderos atributos de virtud, blanco y propietario. El liberalismo, como escribió Bakunin, se reservaba la igualdad y la libertad como un derecho exclusivo y propio de la clase dominante, una anarquía resumida a la perfección en la famosa máxima «laissez faire, laissez passer». Se trataba de esa libertad estrechamente ligada a sus intereses económicos de la que sólo ellos podían y pueden gozar. El resto de los mortales estamos sometidos a las leyes con las que nos flagela el Estado, un Estado que se disfrazó de bienestar para intentar seducirnos al tiempo que bailaba con las tesis keynesianas, pero que en la actualidad rechaza esos pasajeros romances socioeconómicos y ha vuelto a sus verdaderas raíces de las que jamás renegó.

A fin de cuentas, se trata de eso, los Estados modernos están fundados sobre una base teórica de desigualdad. Ahora deberíamos preguntarnos quién va a luchar por los derechos de las mujeres, quién va a luchar por los derechos de los más miserables ¿el Estado? Las mujeres realizan dos terceras partes del trabajo mundial en horas, y sólo poseen el 1% de la riqueza a nivel planetario. A su vez, mientras los trabajadores de ambos sexos se desloman, es sólo un 1% de la población del mundo la que acapara el 82% del capital global. Para muchos puede ser decepcionante, pero la realidad es que, a través de los partidos políticos al servicio del Estado, sean del color que sean, jamás se rectificará esta lógica. El movimiento feminista, al igual que cualquier otro movimiento de emancipación, nunca conseguirá sus objetivos al servicio de estos medios institucionalizados, sino luchando contra los mismos. Tenía razón ese aspirante a presidente del gobierno del que he hablado en el párrafo anterior, al feminismo no le queda otro remedio, debe ser antisistema.

e. Boix

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