Nuevo texto de analisis sobre el concepto de territorio, esta vez de Miguel Amorós. Interesante para los que reclamamos la recuperación del territorio en su totalidad para la vida libre. El texto es una buena herramienta para aclara diferentes dudas que pueden surgir a la hora de plantearse la cuestión territorial, ya que popularmente se ha confundido con referencias nacionalistas o provincianas que no se adecuan a lo que realmente supone.
"El
territorio no es pues un espacio a secas, sino el espacio del hombre, la
naturaleza transformada por la actividad humana; cultura significa en
principio naturaleza trabajada y «cultivo» tiene su misma raíz. Es el
espacio de la cultura y de la historia; espacio social puesto que
contiene, reproduce y desarrolla relaciones sociales. Espacio que
también es natural."
I. El concepto
El monte chino Lushan se hallaba a
menudo envuelto en nubes y era muy difícil dilucidar su figura. Decía en
unos versos Sung Dongpo, poeta de la Dinastía Song:
«Uno no ve el verdadero aspecto del monte Lushan
Porque se halla encima de él.»
«Uno no ve el verdadero aspecto del monte Lushan
Porque se halla encima de él.»
La expresión se usó para indicar la dificultad real que había en
conocer la esencia verdadera de las cosas, pues ésta nunca se mostraba
inmediata y claramente al entendimiento que planea por encima de ellas.
La evocación poética nos servirá como prevención a la hora de abordar la
idea de «territorio», sumergida en una bruma que no podremos disipar
sino sacando de ella misma su desenvolvimiento, para así mostrar lo que
el «territorio» es en verdad. Caso contrario, y volviendo de nuevo a los
proverbios chinos, no atraparemos más que viento y no cogeremos más que
sombras.
La empresa no será fácil pues no vivimos en una «bella totalidad»
como los antiguos, donde el espacio se confundía con el Cosmos, poblado
de fuerzas vivas en perfecta armonía, y donde los individuos y la Tierra
«madre» no hacían dialécticamente más que uno. En épocas de crisis el
poder unificador desaparece de la vida social y sus elementos no
interaccionan recíprocamente, por lo que dejan de relacionarse,
desvinculándose unos de otros y actuando como realidades independientes e
incluso hostiles. El concepto ya no se corresponde con el objeto, y la
conciencia no tiene más remedio que buscar más allá de sí misma: la
crítica antidesarrollista representaría hoy esa esforzada búsqueda. El
Territorio se erige frente a los individuos, también separados entre sí,
como algo extraño a pesar de ser obra suya. En boca de un urbanista se
trataría de una reserva de espacio en torno a un área urbana, o del
espacio intersticial entre dos conurbaciones. La noción se aproxima a la
de «suelo», superficie no construida cuyo uso y destino hay que regular
mediante una correcta zonificación. Un político o un promotor estarían
de acuerdo con la idea de suelo edificable, aunque para determinar su
uso emplearían mejor la expresión «correcta recalificación». Un experto
en planeamiento, al mencionar el territorio, aludiría más bien a un
espacio o «sistema» neutro compuesto por nodos interconectados por
«redes y flujos». Para los estrategas del capitalismo verde el
territorio es ante todo una fuente de recursos energéticos y la base de
un desarrollo sostenible de la economía autónoma apoyado en
macro-infraestructuras, mientras que para sus colaboradores ecologistas
sería un complejo de ecosistemas cuya preservación forzaría la búsqueda
de una fórmula jurídico-política que lo hiciera compatible con su
explotación, es decir, con el dominio social de la mercancía. Así pues
nos encontraríamos, disimulado con jerga científica o técnica, con algo
similar a la idea de «medio ambiente». La definición de «territorio»
viene por consiguiente contaminada por los intereses económico-políticos
que se esconden tras ella, que en general tienden a reducirlo a espacio
físico, vacío geográfico, soporte, epidermis, paisaje, mundo exterior,
y, en definitiva, a lo que el sociólogo Marc Augé llamó «no-lugar»
–aunque podría también llamarse «panoplia» o «decorado»–, a saber,
porción de espacio sin verdadera identidad y sin habitantes, donde toda
estancia es provisional puesto que en su seno todo el mundo es
transeúnte o cliente, y muestra un comportamiento codificado y
controlado. Bajo ese punto de vista, el territorio sería lo opuesto a
«ciudad», oposición puramente formal, puesto que la difusión salvaje o
planificada de las aglomeraciones urbanas que llevan impropiamente ese
nombre tiende a fusionar ambos extremos. Actualmente, lo que llaman
«ciudad» es tan sólo un «no-lugar» habitado. A fin de cuentas, en plena
sociedad urbanizada, sin una discontinuidad clara entre urbe y entorno,
el territorio visto por un dirigente no debería ser más que lo
periurbano confundiéndose con lo urbano en un mismo espacio de la
economía, es decir, en una gran fábrica, que como tal no se opone más
que a las masas que la ocupan. Pero eso no es lo que era, sino lo que ha
llegado a ser.
En interés de una comprensión global del término tendremos que saltar
por encima de intereses contingentes que se apoyan en determinaciones
petrificadas e ir directos a la contradicción en su cambiante existencia
concreta. Territorio es el espacio definido en y por el tiempo, o dicho
de otra manera, es un hecho social e histórico. Parafraseando a Hegel
diríamos que no alberga únicamente a la substancia (la naturaleza como
totalidad abstracta) sino al sujeto (la humanidad como agente
transformador) formando una unidad dinámica entre ambos. Su noción ha
estado ligada desde el comienzo a la de civitas, que constituía su nexo,
más que a la de habitat. En la Grecia clásica la polis incluía tanto la
ciudad como el terreno circundante. Clístenes dividió la polis
ateniense en demos, unidades territoriales o aldeas cuyos miembros eran
demotes, ciudadanos. El territorium, según el derecho romano, era el
ámbito de influencia de una comunidad política, «una agrupación de
hombres unidos por el derecho» (Cicerón). En sentido estricto, era algo
así como su término municipal, pero sin dejar por ello de ser un espacio
sagrado: el rey Numa Pompilio instauró el culto al dios Término tras
una distribución de tierras. El ager o campo y el saltus o espacio
agreste, que, junto con el populus, la población, y la urbs, el recinto
urbano, constituían la ciudad propiamente dicha. En sentido más laxo,
algo así como el hinterland, su área de influjo cultural y económico.
Para espacios más amplios objetos de administración y gobierno se
prefería la palabra regio, región, derivada de regere, que inicialmente
significaba dirigir en línea recta, de la que a su vez derivan regla,
regimiento, rey, rector, y también regicida, rectificar, insurrección…
En el siglo VII, al desaparecer literalmente los municipios romanos, el
vocablo «territorio» solamente hacía referencia a una tierra trabajada
por el arado y delimitada por surcos (Etimologías, San Isidoro), pero su
realidad pasada se conservó en las demarcaciones diocesanas. Sin
embargo, una estructura social nueva producto y causa de un movimiento
de roturaciones desencadenado por la desaparición del Estado y de su
tenaza fiscal, la comunidad aldeana, fundada en la idea de territorio
común y no en la del origen común, aparece en la Alta Edad Media y se
consolida a lo largo de centurias sucesivas. En Francia se llamará
finage al territorio donde se establecía la comunidad rural, que incluía
la iglesia, las casas, los caminos, el campo y el bosque. Equivale más o
menos a «término», o mejor a «jurisdicción», puesto que llevaba
implícito el derecho a auto-administrarse. En Catalunya será la
universitat, en el País Vasco, la anteiglesia y en otras regiones
ibéricas, el concejo. Al florecer de nuevo las ciudades europeas en los
siglos XIIy XIII, la palabra «territorio» recuperó su significado
inicial de terreno construido, labrado o baldío definido por lindes y
mojones, que incluía una ciudad o villa, «lugar que es cerrado de los
muros con los arrabales et los edificios que se tiene con ellos», a cuya
jurisdicción estaba sometido (Las Siete Partidas, Alfonso X). En
Castilla, para definir el alcance formal de la ciudad se usó de
preferencia la palabra «alfoz», derivada del árabe alfohoz; en Francia,
banlieue o districtus, y en Italia, contado; pero la expresión más
ajustada de la noción de territorio sería la de «comunidad de villa y
tierra», fórmula repobladora que se dio en Castilla y Aragón. El
territorio no es pues un espacio a secas, sino el espacio del hombre, la
naturaleza transformada por la actividad humana; cultura significa en
principio naturaleza trabajada y «cultivo» tiene su misma raíz. Es el
espacio de la cultura y de la historia; espacio social puesto que
contiene, reproduce y desarrolla relaciones sociales. Espacio que
también es natural. Reclus, en El Hombre y la Tierra, al referirse a la
armonía con el entorno de las comunidades indígenas se pregunta: «¿No
puede decirse que el hombre es la Naturaleza tomando conciencia de sí
misma?» Marx llamó a la naturaleza «el cuerpo inorgánico del hombre»,
dando a entender que el género humano no se concebía sin la naturaleza
de la que formaba parte y con la que mantenía un especial «metabolismo».
El territorio es el escenario de ese metabolismo.
Sabemos que el dominio de las fuerzas naturales no liberó a los seres
humanos, antes bien dicho dominio se tradujo en diversas formas de
opresión social que pudieron controlarse allá donde el dinamismo
histórico fue mayor, y donde el sujeto, el ser social, pudo al menos en
parte emanciparse del objeto, la naturaleza: era un tipo peculiar de
asentamiento amurallado, a saber, el burgo, villa o faubourg, es decir,
la ciudad medieval, una comunidad autogobernada, soldada por un
juramento (conjuratio). Su existencia no se comprendería sin los
excedentes y sin los artesanos de las aldeas cercanas, vinculadas a ella
gracias a un espacio de intercambio, o sea, a un mercado. Su signo
distintivo era la puerta, que la comunicaba con el territorio y el
mundo. En cambio, es proverbial que al campo no se le pueden poner
puertas. La ciudad fue la cuna de la libertad y la democracia, de la
escritura y las artes, de la justicia y del derecho, de la ciencia y del
pensamiento racional… pero también fue el lugar donde nacieron la
burocracia, la tiranía, el trabajo asalariado, las clases y el dinero. A
medida que se desarrollaban y trascendía su influencia, las ciudades
fueron absorbiendo población, energías y riquezas, estratificándose
socialmente y concentrando poder, perturbando de este modo su propio
equilibrio interno y externo (la conflictividad de las ciudades
medievales dentro y fuera de sus murallas fue constante). En su
prepotencia, se enseñoreó del campo al que antaño había contribuido a
liberar, desencadenando frecuentes jacqueries. Los campesinos llegaron a
segregar sus propias instituciones. En otros lugares escaparon a la
señorialización por su cuenta: Plebs semper in deterius prona est («el
pueblo siempre es propenso a lo peor») dirá el arzobispo de Maguncia en
1127 al ser informado de la negativa campesina a pagar el diezmo. El
sueño igualitario estuvo muy presente en los movimientos heréticos, las
guerras de religión y en los furores campesinos. La clase campesina,
librada de la tutela feudal y expresándose en el lenguaje de la
religión, se lanzaba a la realización inmediata del paraíso terrestre.
El campo no carecía pues de experiencia histórica, y ni el arte, ni la
libertad, ni tampoco las insurrecciones, les eran ajenas, pero el tiempo
campesino transcurría a menor velocidad, favoreciendo lo colectivo
sobre lo individual, la subsistencia sobre el beneficio privado, la
tradición sobre la aventura, la moral sobre la economía y la costumbre
sobre el mercado. Era un espacio tremendamente ordenado mediante usos
sancionados por una práctica inmemorial. Mientras que la ciudad podía
describirse como gessellschaft, en el sentido que le dio Ferdinand
Toënnies de «asociación», agregado donde predomina el interés individual
centrado en el valor de cambio y derivando de una «voluntad de
arbitrio» o instrumental la cohesión de un orden regulado en el menor
detalle, el campo podría entenderse como gemeinschaf, «comunidad»,
productora y consumidora de valores de uso, donde rige un único interés
común a todos, y donde el orden, inscrito en la memoria, discurre de la
«voluntad esencial», naturalmente, por costumbre (Comunidad y Sociedad).
En ambos casos, aunque de manera diferente, el interés individual
coincidía con el colectivo, o lo que viene a ser lo mismo, con la razón,
aunque en uno se mantenían separados a pesar de los factores que los
hacían coincidir y en el otro eran indistinguibles a pesar de los
factores tendentes a separarlos. Si, como dice Spinoza, «la libertad
humana es tanto mayor cuanto más capaz es el hombre de guiarse por la
razón» (Tratado Político), puede concluirse que la necesidad común
guiaba al campesino libre y el deseo común, al ciudadano. Dos formas
distintas de razón y, por consiguiente, dos formas distintas de
libertad: una orgánica y otra económica, una basada en la comunión y el
consenso, la otra en el contrato y el pacto. En el campo, las reglas
consuetudinarias impedían la escisión entre el ámbito público y el
privado del derecho romano; el prestigio se anteponía a la propiedad,
las raíces al desarraigo, la estabilidad al movimiento, y en fin, la
economía doméstica al mercado. Nada de ello lo ponía a salvo de los
poderes separados que había producido la historia: por un lado la
Iglesia, los señores feudales y los terratenientes, y por el otro, las
ciudades parasitarias y el Estado. La sociedad rural no fue nunca una
«sociedad fría», profunda e inmutable, al margen de los acontecimientos.
A menudo tomó parte destacada en ellos: como bien indica Debord, «las
grandes revueltas de los campesinos en Europa son también su tentativa
de responder a la historia…» (La Sociedad del Espectáculo). La
decadencia de la comunidad rural fue lenta pero inexorable: la intrusión
de la autoridad central mediante obligaciones y decretos inapelables,
la fiscalidad excesiva de matiz diverso, la pérdida de derechos, y sobre
todo, la usurpación de los comunales por potentados y señores,
determinaron el divorcio entre la población rústica y el territorio
(entre «finage» y «village»), y entre el territorio y la ciudad. La
huida de los empobrecidos campesinos fue el corolario obligado. Un
sistema punitivo cruel que colgaba a los vagabundos fugitivos de los
señoríos ingleses por tandas de cien, vino en el siglo XVI a culminar la
obra genocida de los cercados y cerramientos, pues parece que ante la
alternativa entre la incorporación al mercado del trabajo y la
mendicidad o el robo, se inclinaron por la última. Todavía conservaban
en su forzoso desarraigo la dignidad del hombre libre. La práctica de
desembarazarse por la vía rápida de aquellos desarraigados a los que se
consideraba un peligro social no menguó hasta que la carencia de fuerza
de trabajo obligó a la explotación como mano de obra barata de la
población reclusa. Doscientos años después, los proyectos fisiócratas de
los ilustrados que debían resolver la cuestión agraria sin violencias e
incrementar de paso las arcas estatales, se resumían en la creación de
una clase campesina de propietarios, algo poco factible recurriendo a la
enfiteusis o a leyes desamortizadoras, pero perfectamente posible con
el reparto de tierras consecuente con la desaparición violenta de la
aristocracia, cosa que únicamente ocurrió en Francia. El fin del Antiguo
Régimen y el triunfo político de la burguesía heredera de la
Ilustración en el XIX no resolvieron la cuestión. La privatización y la
industrialización no hicieron más que agravarla, sin que el movimiento
obrero, esencialmente urbano, se percatara suficientemente de ello. La
lucha de clases no prestó atención suficiente a los asuntos agrarios. La
propiedad privada capitalista arrancó definitivamente al individuo del
territorio vuelto fuerza productiva, rompiendo los lazos orgánicos que
le unían con él y preparando el terreno para el dominio de la mercancía.
En resumen, lo convirtió en propietario o en proletario. Naturaleza,
campo, población, ciudad, territorio, devinieron a lo largo del mismo
proceso histórico de alienación entidades cosificadas, puestas fuera de
sí, distintas, extrañas unas a otras.
II. La fragmentación
Cualesquiera que fueran las vicisitudes de la etapa de acumulación o
los avatares del libre mercado, no cabe duda de que el capitalismo fue
un fenómeno urbano y de que su expansión corrió paralela a la
urbanización y a la estatización, evidentemente a costa del territorio.
Las ciudades alumbraron a una clase asociada al comercio y a la
industria, la burguesía, bajo cuya dirección tuvo lugar la definitiva
«ruptura metabólica» entre la sociedad urbana y la primera fuente de
riqueza: la tierra (la otra es el trabajo). La producción capitalista se
impuso en el campo aliada con los señores de la tierra y protegida por
el Estado, esquilmando a los campesinos igual que hacía con los obreros.
Desde una óptica económica, todo progreso agrícola fue un progreso
contra el propio campo puesto que se efectuó bajo condiciones
capitalistas; «la separación radical entre el productor y los medios de
producción» (El Capital), responsable de la figura del «jornalero»,
acarreó subsidiariamente una separación completa e irreparable entre la
ciudad y el territorio, fuente de males irresolubles en tanto éste
último no fuera visto más que como manantial de capitales. El progreso
de los ideólogos liberales significaba expropiación de los campesinos,
expolio de las propiedades comunales, roturación de bosques, desecación
de marismas, impuestos y consolidación de la clase de grandes
propietarios agrícolas. La propiedad inamovible basada en el patrimonio
familiar era suplantada por la propiedad alienable basada en la
explotación del trabajo ajeno. El principal efecto de la producción
capitalista era extender «la separación entre trabajo y propiedad, entre
trabajo y condiciones objetivas del trabajo». En un desarrollo
posterior «el capital aniquila el trabajo artesanal, la pequeña
propiedad de la tierra en la que el propietario trabaja, y a sí mismo en
aquellas formas en que no aparece en oposición al trabajo, en el
pequeño capital y en las especies intermedias híbridas, situadas entre
los modos de producción antiguos (o las formas que éstos asuman como
resultado de su renovación sobre la base del capital) y el modo de
producción clásico, adecuado, del capital mismo» (Marx, Grundisse). Se
cerraba el ciclo: la actividad humana había engendrado fuerzas que
escapando a todo control oprimían la sociedad. El mundo histórico se
había mostrado como un mundo deshumanizado y opaco a la razón,
aboliéndose a sí mismo y replanteando constantemente bases cada vez más
opresivas para un ordenamiento social nuevo. Espacialmente, la opresión
se manifestaba en el desmantelamiento de una vieja estructura urbana y
en su reemplazo por otra nueva, mucho más agresiva. Las nuevas
oligarquías ciudadanas codiciaban menos las rentas de la tierra que su
población excedente. Al redefinirse la ciudad resultante de la mal
llamada «revolución industrial» en entera oposición al mundo rural, cuya
población deglutía, la misma noción de territorio se oscureció,
reduciéndose su alcance y relegándose su ámbito a lo no urbano. Se
asemejaba más a lo que los romanos llamaron suburbia, lugar fuera de las
murallas, espacio desarticulado y mal delimitado, sin orden preciso ni
funcionamiento regulado, donde se emplazaban las actividades sucias y
ruidosas, pero susceptible de poseer un valor de cambio que lo hiciera
atractivo. Ciertamente, en el campo tuvo lugar una
«proto-industrialización» al difundirse a partir del XVIII el trabajo y
la producción a domicilio, y allí se instalaron después las primeras
fábricas, objeto de las revueltas ludditas.
El territorio quedaba a la merced de fuerzas principalmente urbanas
que dirimían sus diferencias en lonjas y bolsas, en cancillerías y
ministerios, más que en espacios abiertos y descampados. En las primeras
fases del capitalismo, cuando el campo estaba lejos del abandono y la
destrucción actual, y cuando todavía concentraba la mayoría de la
población, el problema agrario era de lejos el asunto mayor de los
reformadores sociales, quienes produjeron una cuantiosa literatura sobre
el tema. Sin embargo, quedando postulado casi como dogma por Marx que
la clase redentora de la humanidad era el proletariado, una clase
urbana, se colegía que la solución de dicho problema iba a darse en las
ciudades, cuando la clase obrera se adueñase de los medios de producción
y cumpliese la tarea que la burguesía no había sido capaz de cumplir, a
saber, el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero dicho desarrollo
tendría consecuencias nefastas en el campo, puesto que si imitaba el
modelo productivista burgués provocaría una miseria intolerable que
arrojaría a los campesinos de sus lugares para llevarlos a las puertas
de las fábricas en busca de salario. No sin cierta ingenuidad, la
socialista Vera Zasulich preguntaba a Marx si en una Rusia atrasada
donde todavía subsistía la comuna aldeana, el mir, cuántos siglos
habrían de pasar para que la obra disolvente de la burguesía en el campo
llegara a su fin, signo inequívoco del comienzo de la revolución
socialista. Marx respondió brevemente que el mir era «el punto de apoyo
de la regeneración social en Rusia» (carta del 8-III-1881) pero se
explayó más a fondo en unas notas preparatorias. La aniquilación de la
comunidad rural a fin de crear una minoría campesina acomodada y una
masa proletaria no tenía por qué ser una fatalidad histórica; si «en el
momento de la emancipación» se la ayudaba a «deshacerse de sus
caracteres primitivos» podía llegar a ser «un elemento de la producción
colectiva a escala nacional». Marx, inspirándose en el historiador
Maurer, afirma que «la vitalidad de las comunidades primitivas era
incomparablemente superior a la de las sociedades semitas, griegas,
romanas, etc., y tanto más a la de las sociedades capitalistas
modernas», es más, «la comunidad nueva instaurada por los germanos en
todos los países conquistados devino a lo largo de toda la Edad Media el
único foco de libertad y vida popular». Naturalmente, en toda Europa se
conservaban residuos de esa comunidad rural en forma de derechos de uso
y explotación común de pastizales, eriales, manantiales, turberas o
bosques, lo que se llamó en Suiza y Alemania allmende y en Inglaterra
commons, y habían toponímicos que recordaban el thing, la asamblea de
los hombres libres germanos presidida por un juez o langman, pero
solamente en Rusia la comunidad se mantenía viva, lo que permitiría una
salida original de la crisis capitalista, favoreciendo la transformación
gradual de una «agricultura parcelaria e individualista en agricultura
colectiva» y facilitando el «tránsito del trabajo parcelario al
cooperativo». Marx sugería que para coordinar los esfuerzos era
necesaria la creación de una asamblea de delegados campesinos elegidos
en las comunidades, pero todo dependía de unos cambios radicales cuyo
agente principal era el proletariado: «para salvar la comunidad rusa
hace falta una revolución rusa.»
Kropotkin fue más lejos al reivindicar en su Apoyo Mutuo el
«principio territorial» de la comuna aldeana y los pactos de solidaridad
entre las ciudades medievales como los fundamentos históricos de una
sociedad libre. Particularmente, el municipio rural, del que todavía
quedaban abundantes vestigios, fue para él «la célula primitiva de toda
vida social futura». Sin embargo, no la defendía en cuanto a tal: «Es en
un territorio lo bastante vasto que abarcara ciudad y campo –y no en
una ciudad aislada o en un pueblo solo– donde habrá que lanzarse un día
hacia el porvenir comunista» (Campos, Fábricas y Talleres). No obstante,
el camino para llegar al comunismo libertario no quedaba demasiado
claro en la obra del príncipe rebelde, que confiaba excesivamente en la
misma evolución social y veía cada vez más asociaciones libres creadas
para resolver problemas que el Estado era incapaz de plantearse. El
pensamiento anarquista adoptó mayoritariamente su idea comunista, pero
no su optimismo darwiniano. Esa mirada de reojo al pasado en busca de
inspiración se dio en otros autores como por ejemplo William Morris y
Gustav Landauer. Éste último insistió tanto o más que Kropotkin en las
comunidades precapitalistas como «embriones y cristales de vida de la
cultura por venir». El periodo de la gemeinschaft medieval no era la
Edad de Oro a la que había que volver, sino una mina de experiencias
autónomas útiles para la reconstrucción de la sociedad sin Estado. No se
despreciarían los medios aportados por la modernidad, aunque se
tendrían en cuenta todas las prevenciones que podía despertar la idea de
progreso, de la que Landauer era muy crítico.
Solamente en España la comunidad rural consuetudinaria fue
contemplada como una respuesta inmediata al problema agrario, cuestión
territorial de la época, pero no por los anarquistas. En ese país
subsistía una tradición ilustrada reformista que culminó en el
liberalismo social del investigador erudito y político «regeracionista»
Joaquín Costa. Una constante del pensamiento social agrario era la
subordinación de la propiedad del suelo al interés general, propiciando
un desarrollo rural que fijara las masas al campo mediante viejas
fórmulas de posesión y usufructo como la enfiteusis, el censo y el
arrendamiento, evitando así su miseria y proletarización. El Estado
debía ser el motor del cambio, por lo que la reforma requería la
nacionalización de la tierra, pero el drama de los reformadores era que
el poder estatal estaba en manos de una minoría de caciques cuyos
intereses eran totalmente contrarios a sus proposiciones. Costa fue el
único de aquellos que, al final de su vida, tras convencerse de cuán
inútil eran los intentos de cambiar «por arriba» el Estado liberal
oligárquico y despótico, apeló a una «revolución desde abajo». En un
importante libro publicado en 1898, Colectivismo agrario en España,
Costa, casi como Kropotkin, estudiaba la rica tradición de instituciones
campesinas de la que quedaban abundantes restos, las formas de
ocupación y cooperación, los concejos, los bienes propios y comunales,
las presuras y escalios, los sorteos, los quiñones, las comunidades de
aguas, las pesquerías, las cofradías y hermandades, el trabajo vecinal
(auzolan, andecha, sestaferia)… Entre los siglos XI y XIII el municipio
ibérico era una entidad pública con jurisdicción y administración
autónomas, gobernada por el concilium, la «junta» o asamblea de todos
los vecinos, que decidía sobre los intereses colectivos, particularmente
en lo relativo al uso de bienes comunales, impartía justicia e incluso
movilizaba fuerzas para casos de defensa. La organización concejil era
un sistema político que emanaba del común, el pueblo llano, al que
pervirtió la oligarquización y el sistema de «regimiento» hasta llegar a
desaparecer en las ciudades durante el siglo XVI, pero que tuvo una
prolongada vida en los pueblos rurales pequeños. Partiendo de ese
bagaje, Costa elaboró una estrategia colectivista que aspiraba a romper
el dominio oligárquico terrateniente: derogación de las leyes
antidesamortizadoras, autorización a los municipios para adquirir
tierras o tomarlas en arriendo con el objeto de repartirlas entre los
pequeños cultivadores, braceros e incluso artesanos y obreros
industriales, reconstrucción del patrimonio concejil aunque para ello
hubiera de recurrirse a la expropiación forzosa, recuperación de
prácticas colectivistas, revitalización del derecho de costumbre, etc.
Costa planteaba como problema social principal la solución de la
cuestión agraria, lo que no resultaba tan descabellado en un país
eminentemente rural, y no le temblaba la pluma cuando al escribir que
todo dependía de la quiebra del Estado monárquico y caciquil. No fue más
lejos, pero el anarquismo español, caracterizado por la adopción del
principio territorial de la federación de municipios independientes como
clave de reorganización social libertaria, nunca olvidó a sus
precursores y siempre le reconoció su legado: las medidas
colectivizadoras de la revolución española de 1936-37 nunca se podrán
entender sin la impronta de aquella tradición secular que algunos
confundieron con el milenarismo, marcada al rojo en la conciencia
histórica de trabajadores y jornaleros sindicados, esa tradición
histórica que tanto reivindicó Costa como base indiscutible de una
sociedad libre y emancipada.
III. La ordenación
El capital, apoyado en las innovaciones tecnológicas, imprime a la
ciudad un ritmo de crecimiento que desborda los límites impuestos por la
disponibilidad de agua, energía y alimentos, obligando al desarrollo de
infraestructuras hidráulicas, energéticas, de transporte y de
evacuación. La moderna clase dominante no tiene exclusivamente su origen
en la industria y el comercio; en gran parte se desarrolló en torno a
la actividad inmobiliaria y a la construcción o explotación de
infraestructuras básicas. La ciudad industrial no fue un asentamiento
compacto ya que nada podía limitarla; gracias al empleo de maquinaria,
al consumo intenso de energía, a un imponente aparato burocrático y a
los nuevos medios de transporte, no pararía de crecer y desparramarse
por los alrededores, configurando una morfología espacial radicalmente
distinta, articulada por superiores estructuras de movilidad mecánica.
La sociedad de clases es una sociedad urbana, no una sociedad ciudadana.
En el umbral del siglo XX, la lógica de la concentración ha producido
una civilización urbana sin verdaderas ciudades: en las aglomeraciones
centro casi deshabitado concentra todo el poder en manos de una élite
industrial, financiera y constructora, envuelto por áreas suburbanas
cada vez más extensas pobladas por masas asalariadas. Algunos sociólogos
hablan de «ciudad difusa», «metaciudad» o post-ciudad», pero para Lewis
Mumford, se trataba de una verdadera «anticiudad»: «ciudad diseminada,
ciudad aniquilada», dirá en The urban prospect (1956). Es un producto de
la descomposición de la realidad urbana, ya iniciada con la aparición
del Estado moderno, un conjunto de fragmentos desnaturalizados dispersos
por el entorno, sin vida pública, sin comunicación normal; un espacio
quebrado donde se instala azarosamente la población masificada y
uniformizada. Patrick Geddes, que observó el nacimiento del fenómeno en
las cuencas mineras británicas, asignó el nombre de conurbaciones a ese
tipo de aglomeraciones aptas sólo para una vida reducida al mínimo,
motorizada y confinada la mayor parte del tiempo en espacios cerrados
(La Evolución de las Ciudades).
La relación entre urbe y territorio degeneró hasta lo inconcebible a
medida que las invenciones tecnológicas se popularizaban; lo urbano
invadió y deshumanizó todo el espacio social amontonando a una población
sin autonomía en bloques patógenos, destruyendo tierras de cultivo y
deteriorando o trivializando el paisaje: el territorio no era más que el
espacio suburbano resultante del nuevo modelo bárbaro de ocupación. El
caos urbano llegó a tales extremos que forzó a los dirigentes de la
ciudad industrial a prever una cierta organización de su trama
edificada, dando lugar a la ciencia del espacio de la economía, el
urbanismo. La desfiguración y degradación del territorio que se
derivaban del proceso de expansión urbana originaron las propuestas de
«planificación regional» sistemática de Geddes, recogidas por la
Asociación para la Planificación Regional de América, fundada en 1923
por Lewis Mumford, Clarence Stein y Benton McKaye. Los reformistas de la
Asociación querían estimular un modo de vida intenso, alegre y creativo
basado en el equilibrio territorial, para lo que proponían una
agricultura de proximidad, una descentralización de la producción de
energía, una descongestión de la metrópolis y un reparto equilibrado de
la población en unidades convivenciales bien equipadas y conectadas. La
planificación regional estaba pensada para eliminar los excesos de
población y el despilfarro general de energía, alimentos y bienes de
consumo, para reducir y aislar el transporte a larga distancia y para
reinstalar industrias cerca de las fuentes de materia prima. La unidad
de partida no era ya la ciudad «dinosaurio», sino la región definida del
siguiente modo: «Una región es un área geográfica que posee una cierta
unidad de clima, vegetación, industria y cultura. El regionalista
tratará de planificar este espacio de modo que todos los lugares y
fuentes de riqueza, desde el bosque a la ciudad, desde las montañas al
mar, pueda desarrollarse equilibradamente, y que la población esté
distribuida de modo que utilice sus ventajas naturales en lugar de
anularlas y destrozarlas» (Mumford, «Region. To live in», Survey, 1925).
Salta a la vista el idealismo de los intelectuales comprometidos en
poner «diques al diluvio metropolitano», destinado a naufragar en la
marea de intereses económicos y en los laberintos burocráticos de la
administración, más preocupada en servirlos. El tema de la planificación
regional fue retomado por el Congreso Internacional de Arquitectura
Moderna, CIAM, pero enfocado de forma opuesta, es decir, intentando
conciliar las reformas con los grandes intereses que gobernaban el
mundo. En su Carta de Atenas (1933), la definía como totalidad que
englobaba «el plan de la ciudad». Insistía en criticar esos
«descendientes degenerados de los arrabales» llamados suburbios, «una
especie de espuma» que batía los muros de la ciudad y que en el
transcurso de las últimas décadas se había «convertido en marea y
después en inundación», por lo cual, a fin de asegurar un nuevo
equilibrio o mejor, para consolidar el desequilibrio, no podía separarse
en el plano la «ciudad» de la «región», es decir, del territorio. Los
arquitectos funcionalistas hablaban en nombre de los intereses generales
del capitalismo: aceptaban que el acondicionamiento o la domesticación
del territorio eran pues una consecuencia económica de los planes de
expansión urbana; sencillamente apostaban por una verticalización, es
decir, por una ocupación intensiva del territorio, inaugurando la
arquitectura para pobres de bloques, típica de la posguerra.. Sin
embargo, estos planes no podían contradecir las permisivas leyes del
suelo, las cuales favorecían descaradamente los intereses muy concretos
de los propietarios de tierras y los especuladores. El beneficio privado
inmobiliario se superponía a cualquier racionalización del crecimiento
urbano y los planes de «ordenación» no llegarían a confeccionarse hasta
pasados los años cincuenta del siglo pasado, cuando el automóvil y el
hormigón habían dado una importante vuelta de tuerca en la
suburbialización del territorio y el desarrollismo se adueñaba de la
política. La conurbación exigía cada vez mayores volúmenes de
desplazamientos y una mayor cota de motorización. La zonificación
higiénica tan recomendada por los arquitectos del CIAM, es decir, la
separación cada vez más distante entre los lugares de ocio, consumo,
residencia y trabajo con alguna que otra «zona verde» de por medio –nada
que ver con el cinturón agrícola recomendado por la Asociación para la
Planificación Regional–, aliada con un transporte público deficiente,
unas condiciones de vida cada vez más sórdidas y un crédito asequible,
precipitó las masas en el vehículo privado, multiplicándose las vías de
circulación, y por consiguiente, incrementándose exponencialmente la
movilidad, la demanda de energía y el desorden. El proceso desencadenado
no era de simple dispersión edificatoria –de ocupación extensiva–, sino
de urbanización generalizada, o sea, era una lisa y llana fagocitación
del territorio, que al final resultaba cubierto por un tejido urbano
indiferenciado. El hábitat, definido por Le Corbusier como «máquina del
vivir», no era viable económicamente de ninguna otra manera. El espacio
urbanizado extensivamente devino en su mayoría espacio de la circulación
de vehículos. Las autopistas modelarán el territorio y determinarán su
articulación. No obstante la prioridad del beneficio privado, la
formación de «megalópolis» o «ciudades-región», agujeros negros que
absorbían todo el espacio, el patrimonio común y la vitalidad que podía
encontrarse, exigía de alguna forma una regulación de los asentamientos
periurbanos y de las instalaciones industriales que dio en llamarse
«ordenación del territorio», tal como corresponde a una prolongación de
la ya conocida ordenación urbana. La Ordenación del Territorio, cuya
redacción dependía de ingenieros y arquitectos, pretendía ser una
disciplina científica cuya función era la de proporcionar un marco legal
de actuación de los «agentes económicos», o sea, de los constructores,
industriales y especuladores, o más bien, de legalizar dicha actuación
confirmando su arbitrariedad y sus excesos. En realidad no era más que
el disfraz científico de la promoción inmobiliaria. La Ordenación
perseguía ante todo la accesibilidad del territorio, su fácil
«conectividad», y por lo tanto, la multiplicación de infraestructuras.
El territorio se sometía a las infraestructuras en lugar de adaptarse
éstas al territorio. En efecto, las infraestructuras condicionarían e
incluso determinarían todos los usos: paisaje, cultivo, circulación,
dormitorio, ocio, vertedero, cárcel, producción energética… Y allí donde
había autopistas, allí estaban los promotores. La normativa elaborada
para justificar esta «cultura de la carretera» con el pretexto del
«desarrollo regional», las «economías de escala», la «creación de
puestos de trabajo» y la mayor recaudación impositiva, se denominó
«ordenamiento territorial». Era una consagración del desorden a un nivel
cualitativo superior de deterioro, pues para los dirigentes no se
trataba de controlar o proteger nada, sino de «conectar» y «dinamizar»,
es decir, de crear las condiciones óptimas de un crecimiento
especulativo que proporcionase ingentes y rápidas ganancias. El
«ordenamiento» era la contribución de los funcionarios, técnicos
urbanistas y cargos públicos a la destrucción del territorio, las reglas
políticas de su transformación completa en capital.
Cincuenta años después de la Carta de Atenas, con las corporaciones
financiero-constructoras mucho más poderosas, la conferencia de
ministros responsables de la ordenación territorial celebrada el 25 de
mayo de 1983 precisamente en Torremolinos, lugar emblemático de la
destrucción salvaje de la costa, precisaba objetivos en una Carta
Europea de Ordenación del Territorio, definida como «la expresión
espacial de la política económica, social cultural y ecológica de toda
la sociedad», o resumiendo, la plasmación geográfica del desarrollismo
corporativo de las multinacionales. Era un intento mucho más serio de
planificar la explotación sistemática del territorio. En aquel momento,
se empezaban a notar los resultados de los cambios tecnológicos de la
posguerra debidos a la carrera por la productividad. El medio urbano,
desenvolviéndose linealmente, chocaba frontalmente con el territorio,
bloqueando sus procesos cíclicos. Las novedades que afectaron a la
agricultura (principalmente el uso masivo de fertilizantes y
plaguicidas) y al transporte (los automóviles de gran cilindrada y la
sustitución del ferrocarril por el tráiler), junto con el incremento
exponencial de la producción de energía y el desarrollo explosivo de la
industria petroquímica, ocasionaron males inimaginables. La verdadera
crisis estaba servida: la despoblación del campo, la acumulación de
residuos, la polución, el agotamiento de recursos energéticos, el
agujero de la capa de ozono, el calentamiento global, el cambio
climático… eran sus primeras manifestaciones. El movimiento ecologista
había degenerado en partidos «verdes» y se había subido al carro del
desarrollismo y de la política. Consecuentemente a la estatización del
ecologismo, el Estado se había ecologizado, terminando por admitir que
las «profundas modificaciones» ocasionadas por el capitalismo en la
sociedad civil demandaban «una revisión de los principios que rigen la
organización del espacio con el fin de evitar que se hallen enteramente
determinados en virtud de objetivos económicos a corto plazo» para
plasmarla en una «metódica realización de planes de ocupación de suelo»
que sentara las bases de una «utilización racional del territorio». Lo
que no alcanzaba a disimular la fraseología del «bienestar», «equilibrio
entre regiones», «calidad de vida» e «interacción con el medio
ambiente» era el paso a una sociedad de masas, donde el territorio no
era principalmente fuente de alimentos sino capital-espacio organizado
para ser consumido al pormenor. Y el consumo preferente provenía de la
industrialización del ocio por la vía de la segunda residencia y el
turismo. Pero el territorio tampoco era simplemente reserva de suelo
urbanizable, pues en la explotación de sus recursos se estaban gestando
intereses que se sumaban a los del sector inmobiliario y las grandes
infraestructuras. Desde entonces se han producido una cascada de leyes
«ordenadoras» y planes territoriales, pero la fuerte demanda de suelo,
los condicionantes políticos y las crisis –«la variabilidad de la
coyuntura económica» diría un experto– ha imposibilitado su aplicación
global. Sin embargo, tras el informe Brundtland de las Naciones Unidas,
los ejecutivos que deciden en la economía, al plantearse el problema de
la futura escasez de energía, habían tomado conciencia del momento
«verde» del capitalismo: En lo sucesivo, el desarrollismo sería
«sostenible», o no sería. Para mejor precisión éste fue definido en la
Conferencia de Río de 1992 como la unión del medio ambiente con la
economía globalizada adoptando la forma de «capital territorial». El
territorio adquiría «una nueva dimensión» en la alta política,
situándose en el centro del triángulo sociedad-economía-medio ambiente.
Adquiría prioridad su «vertebración» en tanto que «periferia» de una
serie de núcleos centrales con los que cabía conectarse mediante nuevas
infraestructuras a proyectar. Con ese tipo de descentralización se
«maximizaría» su competitividad –aumentaría al máximo su «valor» como
«activo»– y se reforzaría la «cohesión económica y social»,
corrigiéndose los graves desequilibrios que ocasionaban el desigual
potencial económico con respecto a las áreas metropolitanas, esos
«laboratorios de la economía mundial» y «motores del progreso». En el
estado español la ordenación territorial sería competencia del nivel
burocrático intermedio, el de las comunidades autonómicas, lo que tuvo
como consecuencia unos planes exageradamente desarrollistas, por cuya
sostenibilidad «velaban» comités compuestos por ejecutivos financieros,
empresariales y políticos responsables de las áreas implicadas. Los
dirigentes europeos, que concretaron sus objetivos en un documento de
1999 titulado Estrategia Territorial Europea, querían la integración
incluso de las partes más recónditas del territorio en la economía
mundial, revalorizándolas gracias al acceso a «redes transeuropeas» de
transporte, telecomunicaciones y energía, es decir, a través de la
constitución de un mercado europeo integrado de la construcción, de la
distribución, del turismo de masas y del gas y la electricidad. Los
fondos para la reestructuración, los planes de desarrollo local, la
legislación medioambiental, el productivismo y la informatización total,
esos son los componentes del «nuevo modelo de desarrollo policéntrico».
Mediante mecanismos de teleparticipación y concertación público-privada
se pondrá en marcha una «nueva cultura del territorio» que disimule en
lo posible la contradicción insuperable entre los procesos naturales que
ordenan verdaderamente el territorio y los procesos industriales que
estructuran la sociedad globalizada. O dicho de otra manera: se tratará
de apagar el incendio con una nueva clase de leña.
IV. La defensa
En la actual etapa de crecimiento capitalista, la del desarrollismo
mundializado, el territorio se ha convertido no sólo en el soporte de
las infraestructuras y el pilar mayor de la urbanización, sino, de modo
general, en el principal recurso explotable y el impulsor imprescindible
de la actividad económica. En una economía terciarizada, sin apenas
actividad agrícola, se descubre que el capital-territorio disputa al
capital-urbe la preponderancia como forma dominante de capital. La
acumulación de capitales se ha deslocalizado y el territorio es ahora el
elemento primario de una fábrica difusa y a la vez el punto final del
proceso de industrialización de la vida. Paralelamente, el territorio en
tanto que capital ha de ser controlado y securizado en función de su
importancia estratégica adquirida. Pero precisamente por culpa de sus
nuevas funciones, el territorio ha pasado a ser para el sistema
capitalista la contradicción que contiene todas las demás: por un lado,
su destrucción en tanto que recurso finito impedirá una explotación que
pretende ser infinita, amenazando así los fundamentos de la economía; y
por el otro, su destrucción en tanto que artificialización completa del
espacio social donde se acumulan los efectos nocivos de un desarrollismo
ponzoñoso, comportará la supervivencia de la especie humana en
condiciones tan abominables que difícilmente ésta podrá soportar. La
crisis energética es un ejemplo de lo primero; las revueltas espontáneas
de los suburbios metropolitanos del mundo, un ejemplo de lo segundo. Y
además, la destrucción del territorio no es soslayable en el contexto
actual: dado que la fuerza productiva preponderante, la tecnología, es
eminentemente fuerza destructiva, la catástrofe es el resultado y
también el requisito previo del funcionamiento capitalista
contemporáneo. A lo que conducen las catástrofes es a un mayor control,
solución técnica donde las haya, así que la destrucción del territorio
no se detiene ante sus consecuencias, sino que impone una
monitorización, eso que los «verdes» llaman «seguimiento», los expertos
policiales «contención» y los dirigentes, simplemente «salvaguarda del
orden». Los controles persiguen tanto la adaptación de las poblaciones a
la devastación como el encarrilamiento y la disolución de la protesta.
Para una cosa recurrirán a la legislación medioambiental y a los medios,
dando juego las plataformas ciudadanas, al ecologismo político y al
voluntariado. Para la otra, echarán mano directamente de la
tecnovigilancia y de las fuerzas del orden. Esos son los dos polos cuya
tarea no es otra que neutralizar el combate anticapitalista por
excelencia: la defensa del territorio. La dialéctica capitalista de la
destrucción y reconstrucción se duplica en dialéctica de la represión e
integración.
El territorio, al convertirse en parte principal de una fábrica
dispersa, deviene el lugar donde los antagonismos sociales pueden
desplegarse en toda su magnitud, y, por lo tanto, la cuestión social
puede presentarse como cuestión territorial. En Castilla, «la defensa
del territorio» como defensa de los bienes comunales contra la
usurpación nobiliaria es mencionada en el siglo XV, pero el uso general
de la expresión es mucho más reciente; probablemente provenga de las
luchas de las comunidades campesinas latinoamericanas de los años 70 y
80 en defensa de su entorno y su cultura contra la agroindustria, la
minería a cielo abierto y la construcción de embalses. Frente a un
territorio esquilmado por los intereses económicos espurios, las
comunidades oponían la idea de un territorio como bien común de uso
colectivo regulado, abrigo, recurso y fuente de vida. En los países
donde reinan condiciones turbocapitalistas, la defensa del territorio
surge en el campo como protección del hábitat rural y del modo de vida
que éste hacía posible, inicialmente como movimiento antinuclear, y
surge en la conurbación como respuesta a la degradación insoportable de
la vida urbana. En ambos casos es una defensa de la identidad perdida,
esa de la que nos hablaba Catón el Censor al escribir en De Agricultura:
«cuando nuestros antepasados querían alabar a un buen ciudadano le
llamaban buen agricultor, buen granjero» (los romanos consideraban el
trabajo de la tierra como la única ocupación verdadera del hombre
libre). En el campo se prolonga dicha defensa en una resistencia a las
infraestructuras y a la industrialización de la actividad agraria,
resistencia que pretende restaurar la democracia vecinal; en la
aglomeración urbana es una lucha por la descolonización de la vida
cotidiana que desemboca bien en un combate por el retorno de la vida
pública, o bien en la deserción de la urbe. En el primer caso se apela
al apoyo de las masas urbanas; en el segundo, se invita desde la plaza
pública a la ocupación de tierras y a la creación de huertos colectivos.
La defensa del territorio es pues una lucha por la ciudad, y viceversa,
la lucha por la ciudad es una defensa del territorio. Hubo un tiempo en
que la población urbana tenía un fuerte componente agrario,
representado en sus órganos rectores. Ciudad y territorio nunca han sido
y no son realidades distintas y enfrentadas, son interdependientes; ni
son concebibles una sin la otra, ni se pueden transformar por separado.
Ni la libertad ciudadana existirá en un territorio sojuzgado, ni la
soberanía municipal podrá darse alrededor de una megalópolis. Para que
se dé una verdadera simbiosis, las dos exigen el desmantelamiento de las
conurbaciones y la dispersión del poder, pero no la abolición de la
ciudad; la recuperación para el cultivo del espacio urbanizado y el fin
de la dependencia unilateral, no es el fin del proyecto colectivo de
convivencia ciudadana: la desindustrialización sigue los pasos de la
ruralización, no los de la barbarie anticivilizadora. Desurbanizar el
campo y ruralizar la urbe, volver al campo y retornar a la ciudad, tales
son las líneas convergentes de una futura revolución antiestatista y
anticapitalista. El derecho al territorio que ha de deducirse de un uso
racional del espacio, es también derecho a la ciudad, pero su
implantación exige tanto el fin del Estado, como del mercado global.
Si proclamamos que la defensa del territorio es la nueva lucha de
clases, o que, repitámoslo, la cuestión social es ante todo una cuestión
territorial, ello no es debido a que los objetivos de una clase
oprimida se hayan desplazado de las fábricas a la agricultura, a la
recolección o a la caza. En una sociedad donde la explotación es
fundamentalmente técnica, los oprimidos no forman una clase, puesto que
no son sino prótesis de la máquina, masas hechas a imagen del mundo
urbano en el que sobreviven. No les define la recepción de un salario a
cambio de un trabajo, sino el ser piezas de un engranaje que les obliga a
consumir y endeudarse en un espacio enclaustrado y condicionado, el de
la economía de mercado. Les define pues un modo de vida particular
impuesto, donde carecen de decisión por completo. Dicho espacio es
urbano pero sin vida urbana, ideal para los neuróticos, los parásitos,
los anormales y los sociópatas. Es el espacio de masas sin voz y sin
conciencia, infelices, administradas mecánica y autoritariamente por
profesionales del adiestramiento. La degradación de la convivencia y la
agresividad que lo caracterizan son ambas producto de los factores
mórbidos que provoca el amontonamiento, el ritmo de la máquina, la
tensión consumista, la incomunicación y la soledad. Patrick Geddes llamó
a la metrópolis degenerada patópolis, ciudad de las enfermedades, y
efectivamente, la vida urbana está minada por condiciones patológicas
crecientes. La violencia de las revueltas urbanas refleja la enorme
violencia que soportan cotidianamente los desmoralizados habitantes de
las conurbaciones. No es una violencia de clase, es una violencia de
desclasados. La insurrección latente de las masas no es más que la
expresión violentamente lógica de la patología de la vida privatizada,
mediocre, apática y esclava. La miseria de la vida cotidiana, acentuada
por las crisis, es el denominador común de todos los disturbios urbanos,
desde los de las ciudades americanas durante los años cincuenta hasta
los más recientes de Estocolmo, Ankara o Sao Paulo, y es el sustrato de
todas las revueltas. A través de ellos se anuncia el nuevo proletariado.
Tampoco busquemos en las cuestiones laborales la base donde recomponer
el sujeto de la historia, la unificación del objeto (la realidad
objetiva) con el sujeto (el agente de la Razón), porque ésta subyace en
la protesta contra la expropiación total de la vida. Es una protesta que
contiene implícitamente el rechazo de un espacio reíficado y masificado
donde reinan la desmemoria, la ausencia de vínculos y la sumisión; en
resumen, el rechazo del hábitat metropolitano. Por consiguiente, la
crítica de la vida cotidiana en actos es portadora de una crítica del
espacio: de la crítica del urbanismo concentracionario de los dirigentes
llegamos a la de la domesticación del territorio adquiriendo por el
camino una conciencia social del espacio o, dicho de otro modo, una
conciencia territorial. La defensa del territorio, asamblearia por
naturaleza, es el momento de dicha conciencia. La comunidad se
manifiesta como reunión, como «junta», no como unión, como entidad
susceptible de institucionalizarse. En cierto modo se podría decir que
si al penetrar en todos los resquicios de la vida la opresión se había
espacializado, la lucha contra ella, también. En el fragor de la
batalla, la clase de la conciencia, el nuevo proletariado, se constituye
creando y defendiendo su espacio, que es su mundo, su objeto. Su
hábitat es la fábrica difusa que ha de desindustrializar y desurbanizar
para poder gestionarla libremente, y su herramienta orgánica, la
comunidad territorial representada por la asamblea.
Si la ordenación del territorio era la última fase de la ordenación
de la vida, o sea, el caos planificado, la primera tarea de su defensa
será «desordenarlo», es decir, desmasificarlo, desprivatizarlo y
conducirlo hacia la anarquía, que, de acuerdo con Reclus, «es la más
alta expresión del orden». La defensa del territorio ha de bregar con
grandes contradicciones. La primera de ellas reside en el hecho de que
el sujeto que ha de llevarla a cabo está mayoritariamente concentrado en
las conurbaciones, el suelo natal de la inconsciencia y el olvido, por
lo que es más probable que los procesos de despoblamiento y de
repoblación sigan ritmos diferentes y vayan descoordinados. El urbanismo
y la ordenación territorial, con el fin de volver imposible la
apropiación liberadora de los lugares y el abandono de las zonas de
apelotonamiento, han levantado grandes obstáculos al reequilibrio
poblacional. A este escollo se superpone otro: la lucha desde la
conurbación es principalmente destructiva, pues poco se puede construir
de autónomo y verdadero en los espacios estériles de la esclavitud
asalariada y consumista, y en cambio, en el campo el aspecto
constructivo goza de más oportunidades, pues la cultura campesina
rebrota con facilidad en terrenos segregados del mercado, todo lo cual,
con una conciencia social ausente, favorece el desarrollo de ideologías
mesiánicas y nihilistas en la parte urbanizada, y el de ideologías
ciudadanistas y ruralistas en la suburbanizada, formas de la falsa
conciencia que oscurecen la mente y vuelven a los individuos extraños a
la vida libre. Así, en las áreas metropolitanas, la problemática laboral
será ensalzada como máxima expresión de la «lucha de clases», mientras
que el enfrentamiento con las fuerzas del orden suele ser elevado a los
altares de la radicalidad y la violencia, convertida en un valor
absoluto en tanto que «poesía de la revuelta». Por otro lado, en las
zonas post rurales, el proteccionismo legalista, el recurso a los
partidos y a la administración, el compromiso ambiental de los
empresarios y la economía seudo-altruista llegarán a considerarse
panaceas del decrecimiento y de la ruralidad bien entendida. En todas
partes ha de construirse una comunidad de lucha para tirar hacia
adelante, pero igual que no hay que desdeñar los huertos urbanos, los
talleres cooperativos o los métodos asamblearios en nombre de la
autodefensa de las movilizaciones, tampoco hay que dejar de lado ni la
ocupación de tierras abandonadas o expropiadas, ni el sabotaje de los
cultivos transgénicos, de la maquinaria para infraestructuras o del
turismo. Es revolucionario saber cómo se hace una hogaza de pan, pero
también lo es saber como se hace una barricada. Tanto la segregación
como la resistencia no tienen como objetivo la supervivencia aislada
sino la consolidación de la comunidad y la abolición del capitalismo. El
restablecimiento de los concejos abiertos, la creación de una moneda
«social», los circuitos cortos de producción y consumo, o la
recuperación de los terrenos comunales no pueden ser vías
«alter-capitalistas» y pretextos para la inactividad o el ciudadanismo.
Su finalidad en el ámbito del oikos es la producción de valores de uso,
no de valores de cambio. No son trazos identitarios del gueto rural
buenrollista, sino distintos aspectos de una misma lucha, la lucha por
un territorio emancipado de la mercancía y del estado, cuya atmósfera
hará libres a quienes la respiren. Son elementos de importancia mayor de
cuya correcta combinación dependerá una estrategia eficaz que conduzca
las fuerzas de la conciencia histórica a la victoria. Su elaboración es
tarea de la crítica antidesarrollista, que, a diferencia de otro tipo de
críticas, no se pierde en generalizaciones teóricas abstractas ni se
instala en la pura negatividad o positividad activista, puesto que, de
forma muy concreta, sabe lo que quiere. Por eso no intenta coger la luna
en el reflejo del agua. Conoce exactamente el lugar donde ir a buscar
las cosas.
Miquel Amorós
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