LA FASE CREPUSCULAR
”Si consideráis al mundo racionalmente,
él también os considerará
racionalmente,
esto es una determinación recíproca.”
(Hegel, La Razón en la
Historia)
En una época abierta a todas las
posibilidades de cambio radical como la de los años sesenta y setenta del siglo
pasado, la mayor preocupación de sus partidarios giraba en torno a las formas
de su realización total. En multitud de países había llegado la hora de la
acción revolucionaria y había que superar con actos subversivos las
contradicciones que empujaban la vieja sociedad de clases a desaparecer.
Típicos títulos salidos de la pluma de Jaime Semprun: “La Guerra social en
Portugal”, “Manuscrito encontrado en Vitoria”, “Consideraciones sobre el estado
actual de Polonia.” Era el momento de la lucha, del movimiento inteligente de
las fuerzas sociales desplegadas, y, por consiguiente, de la táctica y de la
estrategia. Se pasaba de la teoría a la acción; de las armas de la crítica a la
crítica de las armas. Los escritos que mejor se corresponden con el periodo son
los de agitación y análisis panorámico, los que estudian la evolución de la
coyuntura y calculan su potencial. La verdad, largo tiempo atrapada en la
carcasa de lo viejo, pugnaba por salir a la luz y mostrarse con toda su
amplitud y su esplendor, objetiva y subjetivamente. Se daba por supuesto que la
verdad existía y que era revolucionaria. De pronto, todo se simplificaba y
aclaraba. Los opuestos se reconciliaban dialécticamente, mientras que la
fragmentación y el particularismo típicos de la época moribunda cedían ante
la unificación y la universalidad de la etapa iconoclasta. Pero, ¿qué
sucedió en los ochenta, cuando las fuerzas liberadas por la crisis social no
lograron superar el profundo desgarro provocado por las contradicciones no
resueltas?
O bien el sujeto revolucionario no fue lo
bastante poderoso y fue derrotado, o bien retrocedió ante la inmensidad de sus
tareas hasta desvanecerse. No hubo un nuevo amanecer al que saludar. La
revolución dejó de estar a la orden del día. Incluso se la acusó de traer
consigo el totalitarismo y, por consiguiente, de indeseable. El poder
unificador del ciclo revolucionario desapareció y los términos de la
contradicción se hicieron independientes unos de otros. Por un lado la
economía, el Estado, la civilización, el campo, la clase dominante; por el
otro, la sociedad, el individuo, la naturaleza, la urbe, las masas dominadas.
Los vínculos que los conectaban se rompieron. La subjetividad y la objetividad,
el ser y la nada, el cuerpo y el alma, los medios y los fines, la afirmación y
la negación, se separaron abruptamente. Fin de la totalidad feliz de la
revuelta y de la armonía colectiva de sus protagonistas. La recuperación,
trabajando para la industria de la memoria, permitió mercantilizar sus
fragmentos. Repercutió en la filosofía, el arte, la cultura, la crítica social,
la literatura y la política, dando lugar a un sinfín de sucedáneos. “El
Compendio de Recuperación” es un texto de combate contra ella. Se acabaron las
utopías, los ideales, y en fin, la modernidad sólida. Triunfaron el
individualismo masificado y el encierro amueblado en la vida privada. La
libertad se convirtió en libertad de consumir y la sumisión a los imperativos
del consumo se volvió algo habitual y cotidiano. El proyecto de comunidad
universal devino yuxtaposición de átomos deshumanizados. La cultura popular se
redujo drásticamente a lo utilitario. El lenguaje se empobreció, poblándose de
neologismos técnicos y posestructuralistas. La realidad resultaba entonces
ininteligible y se envolvía en un cúmulo de representaciones, todas ellas
incompletas y arbitrarias, y, por lo tanto, quiméricas y falsas. Las
fantasmagorías que la sustituyeron desde entonces no han hecho más que
oscurecer las mentes y volver los seres humanos ajenos a la vida real, ya que
no alcanzan a entender su racionalidad, pues su mirada no atraviesa la
superficie de las cosas, no va mas allá de lo contingente y se queda en las
apariencias exteriores, en el espectáculo.
La transformación del mundo según pautas
libertarias fue abortada finalmente en los ochenta, quedando los revolucionarios
forzados a un repliegue sobre sí mismos del que sólo los más conspicuos
intentaron salir mediante la reflexión crítica. El pájaro de Minerva emprende
el vuelo a la medianoche. La elaboración teórica nace pues de la constatación
de un fracaso, el de la revolución social, al que no se consideró definitivo.
Las perspectivas de cambio revolucionario se alejaban, pero la victoria de la
dominación no había resuelto ninguna de las contradicciones esenciales; más
bien las había agudizado. Las crisis eran por lo tanto inevitables. El
movimiento antinuclear, la juventud de Tien an menh, el pueblo de Soweto, la
Solidarnosc de los obreros polacos y la caída del muro de Berlín, por ejemplo,
eran señales de un futuro saludable. El pensamiento crítico no pretendía más que
tender puentes entre las revueltas pasadas y las futuras. Su tarea era
pasajera: intentaba actualizar la condena universal del actual estado de cosas
para salir de un laberinto cuyas vueltas se iban alargando demasiado. La teoría
era la herramienta con la que el crítico no sólo intentaba explicar la época
con el fin de sobrevivir a la miseria moral y al vacío que la caracterizaban,
sino con la que aspiraba a reunir de nuevo las fuerzas latentes de la negación,
aquellas que continuaban haciendo de la insatisfacción su causa. Es el objeto,
por ejemplo, de libros como “La Nuclearización del Mundo” y de la revista
“Enciclopedia de la Nocividad”. Así pues, la teorización no significó en modo
alguno pasividad o retiro: la puerta siempre estuvo abierta para la acción por
mínima que fuera la ocasión de practicarse. Teoría y práctica no se opusieron
sino para fusionarse en una totalidad reconstruida, pero tal fusión no sucedió
y hoy por hoy aún está lejos de concretarse. No se andaba desencaminado, pero
se pecó de optimismo, se confió demasiado en el poder disolvente de la verdad y
se valoró en exceso la negatividad de los conflictos: por un lado, la verdad no
tenía efecto alguno en un mundo dominado por la falsedad; por el otro, la
negación era incapaz de devenir pasión creadora. La crisis había alcanzado
también al movimiento obrero y a sus ideales de emancipación. La sociedad
capitalista sobrevivió y supo prevenirse contra los escándalos y las
revoluciones volviendo superflua, gracias a las nuevas tecnologías, a una parte
de la población obrera, su factor central. No es que cada vez más trabajadores
potenciales rechazaran ingresar en el mercado del trabajo, sino que dicho
mercado rechazaba a un número creciente de trabajadores. La presión del paro y
el temor a la exclusión causaron tantos estragos como la propaganda consumista,
por lo que, ni una conciencia universal ni menos una voluntad popular pudieron
cuajar, o dicho de otra manera, el sujeto revolucionario, las fuerzas de la
negación y la afirmación, la nueva comunidad combatiente de individuos deseosos
de organizar libremente su vida, no consiguió formarse. Las reglas de la
mercancía y la ideología del progreso siguieron determinando las relaciones
sociales tanto en la vida cotidiana, cada vez más colonizada, como en la vida
pública, cada vez más profesionalizada. Al globalizarse el capitalismo y
expandirse las nuevas técnicas de comunicación, el espectáculo penetró tan
profundamente en el imaginario social que llegó a sustituir completamente la
realidad. De resultas, la irracionalidad contaminó cualquier razonamiento. Y
sin pensamiento racional no hay sujeto real.
El ser humano solamente puede
realizarse en una sociedad libre, pero en la sociedad contemporánea la libertad
se ofrece únicamente como espectáculo, el no-lugar de la resolución ficticia de
las contradicciones sociales. Espectáculo también de la política, de la vida
social, de la cultura y de la revolución si cabe. Espectáculo de la
autorrealización, cada vez menos creíble, puesto que el grado de frustración ya
es demasiado elevado para contrarrestarse con isimulacros. Ante ello las
seudomovidas “de izquierda” se emplean a fondo. Las ideologías izquierdistas
son al espectáculo lo que el pensamiento crítico es a la revuelta. Constituyen
el primer peldaño hacia la sumisión espectacular. Cumplen la función
consoladora en otro tiempo encomendada primero a la religión y luego al consumo: hacer
soportable la miseria personal y la sensación de fracaso. El izquierdismo
actual intenta adoctrinar a los sectores desclasados, principalmente juveniles,
para movilizarlos en nombre de abstracciones como por ejemplo la clase obrera,
el pueblo o la ciudadania. No lo hace en pro de una sociedad en libertad, sin
Mercado ni Estado, sino en pos de una renovación de la economia neoliberal que
incluya mejoras del deteriorado estatus social de dichos sectores. A eso llaman
“transición al postcapitalismo”. A pesar de la destrucción del medio obrero, de
la proliferación de funcionarios y empleados, y de la automatización de la
industria, una minoría vanguardista sigue asignando un papel redentor al
proletariado industrial. Apenas cuentan en sus analisis el desclasamiento y la
alienación, fáciles de comprobar en la generalización entre los asalariados de
una mentalidad idéntica a la de la clase media. En un mundo sin sentido, cuando
más absurdas sean las teorías mejor calado tienen. Sin embargo, la mayoria de
izquierdistas si que han adaptado sus estrategias a la presencia estabilizadora
de esa masa asalariada desclasada a la que llaman “ciudadania”. La “ciudadanía”
surgió como el sujeto imaginario del moderno cambio político, ocupando en el
terreno institucional la centralidad que la clase obrera dejó vacante al perder
su identidad y su ser. Ella se confirma por el hecho de votar, no por el de
pensar y actuar. El principio regulador de su ser es el derecho al voto, no el
derecho a la rebelión. En tanto que nueva clase universal no fundamenta su
existencia en el escándalo de la desigualdad, la alienación y la opresión; más
bien se apoya en su capacidad electoral y en el poder del Estado. Se comporta
pues más como un grupo de presión que como una clase. Accede a la realidad
gracias a las urnas, no a las protestas.
No se suele dar mucha
importancia a la novedad clave de la civilización industrial posmoderna, a saber, la expulsión a los
márgenes de la sociedad, sin medios materiales suficientes, de ingentes masas
abandonadas a la degradación psicológica y a la miseria. En efecto, actualmente
más de mil millones de pobres viven en las periferias metropolitanas del mundo.
Hoy en día, sólo las víctimas inmediatas de la economía -los campesinos
expulsados del campo, los excluidos del mercado laboral, los trabajadores
temporales y precarios, los parados y marginados, los endeudados y
desahuciados, los indocumentados y los sin techo, los refugiados y los
desplazados, etc.- son susceptibles de reaccionar violentamente contra su
situación material y espiritual inhumana, pero no están en condiciones de
inventar actividades libres que les encaminen hacia una superación
revolucionaria de su situación. La clase dirigente bien que lo sabe, puesto
que, aunque no tema en absoluto que ese subproletariado se convierta en el
“ejército de reserva” de una revolución inexistente y que casi nadie desea,
aprovecha su violencia para legitimar la transformación del Estado “del
bienestar” en un Estado penal, merced a un endurecimiento punitivo, una
legislación restrictiva y una policía con amplios poderes y alto grado de
impunidad. En definitiva, las auténticas capas desfavorecidas han dejado de
desempeñar función alguna en las ideologías salvacionistas de la posmodernidad.
La idea de concederles una “renta básica” o de embarcarlas en proyectos
“cooperativos” subvencionados con el fin de reintegrarlas en el consumo, es de
origen neoliberal. Los izquierdistas hace tiempo que se consagraron enteramente
a las nuevas clases medias bajo amenaza de depauperación, de conducta más
previsible y políticamente más rentable. El ciudadanismo representa la
ideología del fin de la clase proletaria como referente doctrinal. Pero ¿qué
ocurre con los desarraigados de la mundialización, con los habitantes de las
zonas abandonadas por la economía, extraños en un mundo hostil y en
descomposición, sin esperanza ni futuro?
El resultado del
desclasamiento general, fenómeno que discurre en paralelo a la proletarización
total, es una persona desubicada, ignorante, sin normas ni valores, indiferente
al conocimiento y al saber, frustrada y rencorosa, enemiga de todo y de todos.
Ya no estamos en una lucha de clase contra clase, sino en una especie de guerra
de todos contra todos. Puede que a primera vista no sea tan evidente, pero a
juzgar por el frenesí y la histeria que subyacen en los hechos cotidianos, los
individuos parecen artefactos a punto de estallar. Sólo el miedo les retiene,
pero no por completo. Los valores de clase -el respeto, la compasión, la
generosidad, y, sobre todo, la solidaridad- han dejado de practicarse, de
suerte que los motines de la desesperación sustituyen a las huelgas generales,
pero sin efecto acumulativo alguno. En la periferia metropolitana, se siguen
produciendo levantamientos desde 1981, año de la algarada de Brixton (desde
agosto de 1965, si tenemos en cuenta los disturbios raciales de Watts). Los
alborotos suburbanos son puramente destructivos, vandálicos; no reivindican ni
se coordinan, no emiten consignas ni tienen portavoces, están despolitizados,
desorganizados, sin objetivos. Una chispa de indignación los encienden y el
cansancio o el aburrimiento los apagan. Revueltas sin conciencia sobradamente
motivadas, pero que el Estado puede utilizar e incluso provocar si necesita
coartada para reforzar los mecanismos autoritarios. Jaime ha sido el primero en
hablar de esa posibilidad bien real de montaje provocador en “El Abismo se
repuebla”. No faltará quien crea ver en tales movimientos, por supuesto desde
lejos, el retorno del verdadero proletariado, y habrá quien considere
positivamente sus monstruosas carencias, pero ello es debido a la fascinación
que ejerce la nada, rebautizada como deseo permanente de insurrección, sobre
los jóvenes urbanos intelectualizados, insumisos pero incapaces de una rebelión
propia. Estos nuevos ideólogos no se inquietan ante la ignorancia y la
sinrazón, enaltecen el egoismo, hacen tabla rasa de la cultura, ignoran la
historia y estetizan la violencia, los rasgos típicos no sólo del desplazado
suburbial, sino del individuo posmoderno, solipsista, aunque normalmente
integrado. Glorifican el enfrentamiento con las fuerzas del orden y los
incendios en tanto que estadio supremo de la revuelta. Bueno, no es exactamente
la revuelta, sino el espectáculo del caos, la “deconstrucción” total. Leyendo
semejantes diatribas se tiene la impresión de que tratan de ocultar la crisis en
lugar de explicarla. La retórica sofisticada y apocalíptica, a menudo salpicada
con verdades de cajón, citas escogidas y alusiones históricas, no cambia la
naturaleza oscura de las visiones tremendistas. Al suprimir con más o menos
destreza el pasado, la memoria, la verdad objetiva y el mismo pensar, se
suprime la contradicción, la tensión entre posturas antagónicas, el contenido
de la vida real y el sentido de la lucha. Todo transcurre en una perspectiva
lineal rigida que trata de dar sentido a la proliferacion de hechos violentos
inconexos, artificialmente encadenados. La nada, como la muerte, es liberadora
a su manera. Si la verdad no existe, la realidad tampoco: cualquier
especulación está permitida, cuanto más catastrofista mejor. Como dice
Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones.” Esta clase de razonamiento
conviene tanto a la dominación, que es perfectamente legítimo preguntarse si
acaso no es fruto de ella. El discurso del poder, léxico aparte, no es
esencialmente diferente. Asi pues, el discurso de la revuelta no debe de
apostar por la negatividad absoluta; esa es una enseñanza aprendida del pasado.
Los días felices de la revolución nunca volverán a menos de que una masa
considerable de gente decida vivir de otro modo y se sitúe negativa y positivamente
–dialécticamente pues- al margen de lo establecido. Mas ¿es eso lo que pasa?
El capitalismo, en la fase tardía de la
globalización, ha suprimido todo vínculo comunitario, cultura autónoma,
sociabilidad, práctica colectiva, identidad de grupo, etc., despojando a los
individuos de cualquier relación directa y profunda con sus semejantes y con su
entorno, enfrentando a los unos con los otros. El homo posmoderno,
privilegiado o marginado, es un indigente psicológico, un narcisista
desarraigado e insensible con una carencia absoluta de empatía; cuando se
desvanecen las apariencias y la función termina, ante sí no tiene realmente más
que soledad y vacío. La experiencia social más verídica en el mundo tecnológico
colonizado por la mercancía es la de la ausencia y la nada. Así es la
alienación en la fase crepuscular. La mayoría tratará de huir, bien exigiendo
seguridad para sumergirse aún más en una vida privada deplorable, en gran
medida virtual y friki, bien recurriendo a identidades artificiosas y a causas
ficticias, refugiándose como antaño en las ideologías o en las religiones. Los
tiempos son propicios tanto para las evasiones militantes como para la
esquizofrenia (hechos ya relacionados por Gabel), tanto para la falsa
conciencia como para las reacciones psicopáticas contra una sociedad
contemplada como entorno extraño y hostil. Quedan igual de abiertas la
posibilidad de encerrarse en un caparazón bien acondicionado y la de arrojarse
al precipicio. La OMS calcula que un 3 por ciento de la población mundial sufre
psicopatías (Reich diría peste emocional), es decir, 160 millones de personas.
Seguramente el porcentaje es mayor, el doble o incluso más. La frustración ha
llegado tan lejos, que una considerable minoría rechaza acomodarse a una cotidianidad
degradada y securizada y se lanza de cabeza hacia la muerte, llevándose por
delante a los primeros que se le cruzan por el camino, figurantes involuntarios
de sus hazañas. El pánico, la angustia y la depresión propician la sumisión
incondicional, el cocooning y el suicidio silencioso, pero la rabia y el
resentimiento desembocan en psicosis, violencia criminal e ideales de
exterminio. No es algo exclusivo de una clase o subclase específica: la
atracción del abismo es casi lo único de esta civilización en horas bajas que
puede considerarse universal. Los frecuentes casos de jóvenes armados de
familia pudiente que cuelgan sus cavilaciones patológicas en las redes sociales
e incluso graban sus asesinatos en sus smart phones momentos antes de
suicidarse o ser abatidos, son un buen ejemplo de hasta dónde puede llegar el
revanchismo y la angustia existencial de los desequilibrados nihilistas cuando
salen de la burbuja de la privacidad. Algo muy trivial, y sin embargo, muy
corriente. En las condiciones actuales de enajenación, incluso resulta natural.
El tejido social se deshilacha, se acaban los tiempos modernos y se repuebla el
“abismo”, como dice Jaime Semprun, pero con gente de todas las clases. El
extremismo suicida llama la atención al islamizarse, pero no nos engañemos, no
es el Corán lo que inspira a los yihadistas de los guetos europeos, sino el
desarraigo, el delirio, la sensación de poder y el fetichismo de las armas.
Hechos similares vienen sucediéndose desde mucho antes. El mismo desprecio de
la vida y el mismo culto a la muerte subyacen en la conducta del copiloto de
Germanwings o del ultraderechista noruego responsable de la matanza en la isla
de Utøya, en
la de los autores de la masacre del Instituto Colombine (imitados en más de
setenta ocasiones), o en los sicarios y las maras latinas.
La población bajo el capitalismo global ha
perdido el rumbo y no dispone de líneas claras de conducta con las que
orientarse: los modelos de la clase media satisfacen cada día menos. Las
condiciones dominantes son pasablemente psicopáticas: bajo el complejo de
Narciso, el enemigo siempre son los otros. No son pues los voluntarios lumpen
del Estado Islámico un caso extremo de fundamentalismo mortífero que
responsabiliza a todos los “infieles” de la opresión de un supuesto pueblo
musulmán (otra abstracción), sino una de tantas apariciones de esa aberración
tan laica típica de un capitalismo globalizado: el nihilismo. El Islam no tiene
nada que ver, en cambio, internet sí. La cosa juega ya un rol demasiado importante
para ser soslayado y ya podemos encontrar -por ejemplo, en Olivier Roy-
estudios muy afinados. La crisis de la cultura ha sido el resultado de la
eliminación completa de la subjetividad (del yo freudiano), los valores, la
comunicación directa y la vida interior (eso que Derrida llama “metafisica”),
consecuencia del dominio absoluto de la economía y de la apropiación unilateral
del conocimiento científico y técnico por parte de sus ejecutivos.
Paradójicamente, el progresismo de los dirigentes y el cientismo de los
expertos han precipitado a la humanidad en la fosa del irracionalismo,
acontecimiento celebrado como un triunfo filosófico por todos los pensadores
posmodernos. Pero lo irracional no es real, el saber instrumental no es cultura
y la ciencia no es la única forma de aprehensión de la realidad. Por otra
parte, el progreso material termina acarreando fuertes retrocesos éticos. Ni el
objetivismo tecnocientífico, ni la razón económica, determinan una manera
humana de vivir, sino una supervivencia mecanizada. Cuando los saberes han sido
desplazados de la vida real, o sea, de la cultura propiamente dicha -cuando el
ser humano universal ha sido liquidado en provecho del individuo aislado,
interseccionado y robotizado- nada tiene valor y todo da igual. El nihilismo
impregna el modo de vida inhumano de los nuevos tiempos. Otros apuntarán a la
sinrazón o la barbarie. Estamos no solamente inmersos en una crisis social
global, sino en una crisis de la civilización, tanto en sus formas
occidentales, como en las orientales. No hay choque entre culturas, hay
disolución generalizada de todas ellas. En su punto culminante, la
globalización, se han creado tales alteraciones en la vida cotidiana, tales
disfuncionalidades en las mentes de las personas, que la eticidad reguladora y
moderadora de los comportamientos sociales ha desaparecido por doquier, de
Norte a Sur y de Oriente a Occidente, convirtiéndose la sociedad global en una
fabrica planetaria de perturbados, muchos de ellos fuera de control y con
cargos dirigentes. Recordemos a propósito de esto último que, desde el acceso
al poder de los militares argentinos y chilenos y la irrupción del narcotráfico
a gran escala, la tortura, el asesinato y la desaparición se han convertido en
una forma nada excepcional de gobierno.
La mundialización capitalista
es el principal enemigo de sí misma. No teme ni a los conflictos ni a las
crisis, siempre inevitables puesto que sus causas se multiplican, sino al
carácter incontrolable del mal que ella misma fomenta (guerras incluidas),
porque provoca fisuras en sus rangos y debilita sus fundamentos; por eso el
catastrofismo está presente en su propaganda. La administración del desastre
parte en busca de argumentos con que explicar sus malos resultados y justificar
sus implacables decisiones. Y mira por dónde, al cubrirse una porción del
nihilismo con el fanatismo religioso, proporciona ésta el pretexto ideal para
la construcción de un Estado mundial securitario, el instrumento con el que los
dirigentes de este mundo absurdo tratan de evitar su hundimiento, aunque fuera
al precio de sacrificar literalmente un amplio número de gobernados. Los
cuerpos de seguridad ya encabezan los cortejos de manifestantes protestando
contra el terrorismo. El control social generalizado y la aplicación del
Derecho Penal del Enemigo se justifican de manera mucho más convincente con la
proliferación de yihadistas espontáneos y solitarios –“terroristas”- que con el
alarmismo de la descomposición social, basado hasta ahora en la delincuencia,
el trafico de estupefacientes, la inmigración refractaria y los idealistas
antisistema. Los “enemigos” son fundamentales para la estabilidad de una
sociedad globalizada abierta a catástrofes imprevisibles. No obstante,
repetimos, los verdaderos enemigos de la humanidad, los nihilistas de elite,
irresponsables y dementes, ocupan ahora los puestos de mayor relevancia. Por
desgracia, la insurrección queda todavía lejos; las escaramuzas
anticapitalistas son demasiado débiles y minoritarias, cuentan con apoyos
escasos y con no poco rechazo en la población mayormente conformista y
temerosa. Encima, arrastran el peso muerto del reformismo ciudadanista y de las
fórmulas convivenciales ilusorias estilo redes de consumo “responsable”, bancos
de “tiempo” y monedas “sociales”. Como con el caos, hay que ser cruel con su
valoración superlativa, que no obedece más que al autoengaño, al bluff
activista y a la demagogia del ciudadanismo experimental. La mayoría de los que
se embarcan en tales proyectos sienten pánico ante los males a los que
arrastraría el derrumbe del edificio social, o a la represión que podría
desencadenar una acción demasiado radical, por lo que prefieren cerrar los ojos
a lo evidente: el hecho de que ningún territorio significativo puede funcionar
al margen de la norma capitalista y competir con el “sistema” sin que éste dé
buena cuenta de él. A pesar de todo, por más victorias parciales que el sistema
se apunte en su haber, por más pavor que inspire en la masa ciudadana su ruina,
el capitalismo encierra contradicciones colosales que le condenan sin remisión.
La carrera frenetica a favor del crecimiento economico ha desconyuntado
irreversiblemente la sociedad, ha mundializado la corrupción, ha desencadenado
guerras y engendrado dictaduras, y sin lugar a dudas acabará destruyendo el
planeta.
Los revolucionarios de los
sesenta y setenta subestimaron la capacidad de supervivencia del régimen
capitalista, pero no se equivocaron en el diagnóstico. El que las minorías
críticas no consigan hacerse oir por el momento, no impide que el grado de
insatisfacción progrese y que la protesta lúcida pueda reaparecer y extenderse
si una idea de vivir de otra manera –una cristalización de la consciencia
histórica- logra prender en una masa de población numerosa donde estén bien
representados los excluidos. El desabastecimiento y el hambre contribuyen a
ello, pero no es lo determinante. Naturalmente, la supervivencia es lo primero,
pero la imposibilidad de satisfacer las mínimas necesidades morales que
sostienen el espíritu comunitario es el elemento de revuelta principal. Así
sucedió en las revoluciones proletarias del pasado y así puede volver a suceder
en las luchas en defensa del territorio, las únicas realmente llenas de
contenido vital y con capacidad idealista. La reconstrucción de lazos
comunitarios y la vuelta de la razón queda en el horizonte de la posibilidad,
sin garantías, puesto que no se dispone de medios suficientes de autodefensa.
Los resignados son por ahora mayoría y los arribistas, depredadores y enfermos
mentales, numerosos, pero no cabe la menor duda de que la sociedad estatizada
de mercado está destinada al desguace. Eso es lo único que realmente puede
darse por seguro. Desde luego, esto no significa el triunfo automático de la
causa libertaria, puede que incluso signifique lo contrario, que gane el Estado
o que gane la barbarie nihilista, pero tampoco la libertad victoriosa es
descartable. Todavía queda mucha tela que cortar. La historia nunca se detiene
y a un periodo de sombras puede suceder una epoca de luz.
Para la presentación de El Abismo se Repuebla, de Jaime Semprun, en la feria del libro
anarquista de Gijón, el 8 de septiembre de 2017.
3 comentarios:
Resulta desvelador las aportaciones de todo el artículo y de plena actualidad, ya que nos da respuesta a sucesos de terror.
Me gustaría destacar como el poder ha roto los lazos y las relaciones del pueblo, para llevarnos a seres NADA, individuales, egocéntricos. Para su popularidad introducen sus intimidades en la internet y llegan a la neurosis del suicidio y muerte del pueblo, sin ningún otro motivo que su protagonismo.
Apasionante artículo... y la magistral facilidad para aclarar conceptos e ideas que tod@s tenemos en la cabeza pero nos cuesta plasmar y desarrollar. Chapó Miquel !!.
¡¡L´unic terrorista, l´estat capitalista!!. Gracias Eco.
Es muy bueno, y muy duro. Pone los puntos sobre las ies sobre un activismo que no se hace autocritica y quien se la hace acaba menospreciado por purista y calificativos por el estilo que no ayudan a salir del circulo continuo en el que se encuentra. Lastima que todos estos textos no caben seriamente debatidos.
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