miércoles, 31 de enero de 2018

"Los maestros sastres artesanos. Una cultura de oficio contra la civilización de la máquina."

sastreria-jaime-gallo-mesas-trabajo-05Hace unas semanas colgamos una interesante entrevista a Michel Suarez, que nos ha servido para iniciar un proceso de   correspondencia que está dando sus frutos. Le ofrecimos a Michel poder publicar en nuestro blog algún escrito, pues tras la entrevista nos pareció que tenía mucho que ofrecernos. Y en seguida nos comentó que estaba "enfrascado en un proyecto de recuperación de la memoria de los maestros sastres artesanos", y que pensaba escribir unos textos "sobre diversos aspectos del oficio". Bueno, pues aquí va el primer texto titulado "Los maestros sastres artesanos. Una cultura de oficio contra la civilización de la máquina". Artículo en donde podremos encontrar, primero, una contextualización que critica a la civilización de la máquina por basarse en la ideología del progreso, del crecimiento ilimitado y sobre todo, del mal gusto. Y después continúa,con más interés si cabe, sobre el oficio artesano de los sastres, que han tenido que soportar férreamente la prepotencia de la máquina, que atacaba su tradición. Ideas, las de Michel, que nos recuerdan a esa magnífica obra de E.Thompson titulada "La formación de la clase obrera inglesa" , que nos mostró las dificultades que tuvo la industria para masacrar a sus negadores más irreductibles. Acabamos, defendiendo el buen gusto y la vida buena, como diría William Morris y animando a nuestros lectores a profundizar en este texto. Buenas noches.

LOS MAESTROS SASTRES ARTESANOS.

UNA CULTURA DE OFICIO CONTRA LA CIVILIZACIÓN DE LA MÁQUINA.


Cada día resulta más difícil no asombrarse ante la extraordinaria capacidad de nuestro tiempo para hacer pasar por fatalidad lo que en realidad son las consecuencias lógicas de su propia esencia. Decía Lewis Mumford que la civilización se comporta como un rico heredero en una juerga, derrochando irresponsablemente en la certeza de la inmensidad de sus recursos. Ciertamente, actuamos como si todas nuestras comodidades y facilidades materiales careciesen de consecuencias, como si nuestra ración diaria de radiaciones, de comida envenenada, de aire saturado de químicos, o el incremento de personalidades depresivas y psicóticas no tuviesen ninguna relación con una organización técnica y burocrática de la vida. En el mejor de los casos, se piensa que son anomalías que pueden ser corregidas con más tecnología; en el peor, un peaje que pagamos con cierto pesar.

En esta Europa desespiritualizada, que continúa postrada ante el ídolo del progreso, poner en cuestión las conquistas de la civilización de la máquina continúa siendo un ejercicio de mal gusto. Inmediatamente surgen las estadísticas de reducción de los niveles de plomo en la sangre y de víctimas automovilísticas durante el fin de semana, las cifras de disminución del paro, o los datos sobre el crecimiento de la esperanza media de vida y del PIB, éxitos que nos van sacar de la enésima crisis para que podamos volver a ser los felices consumidores que fuimos. El truco es siempre el mismo, pero funciona: esperen y verán cómo el progreso resolverá todos los problemas. Y en esa espera vivimos mientras el mundo multiplica los horrores.

“Fatal aumento de la estupidez humana: gran tema”, escribió Paul Valéry en un cuaderno de notas. Y tenía razón el poeta francés: es un gran tema, de hecho, es “el tema”. Una de las principales funciones que posee la estupidez es la de disculpárnoslo todo a nosotros mismos y no darnos por enterados de las consecuencias de nuestras acciones. Excepto para sus imperturbables promotores, que son prácticamente todos, resulta evidente que el optimismo defraudado del progreso nos ha conducido a un atolladero moral, ecológico y civilizador de proporciones siderales. Bastará un breve vistazo al mundo para comprobar el resultado de haber adoptado el evangelio de la ambición sin freno que tiene su Santísima Trinidad en el dinero, el poder y la potencia. ¿Qué fue de las promesas de un mundo que llamaba a la felicidad colectiva y a la abundancia material ilimitada? ¿No nos haría mejores el misterio que se escondía en el seno de las fuerzas productivas?¿Quién se lo pensaría dos veces antes de seguir afirmando que necesitamos más de lo mismo: más crecimiento, más máquinas, más pantallas, más robots, más velocidad, más libertad para explotar al prójimo, para obtener resultados diferentes? ¿Hay alguien que todavía recuerde lo que eran el desinterés, la fraternidad, el apoyo mutuo, el sentido de la autonomía individual y colectiva?

En el gran circo de la política, la izquierda y la derecha continúan dirimiendo su tragicómica disputa para alzarse como los campeones del progreso social, del desarrollo y del bienestar. Sin embargo, con algunos matices y diferencias de estilo irrelevantes, ambos son legatarios de la sociedad industrial y la mentalidad desarrollista sobre la que se aquilató el capitalismo. Todas sus propuestas teóricas están orientadas a sobredimensionar aun más un gigantesco mercado de bienes de consumo y a resolver los enormes problemas suscitados por el industrialismo mediante la innovación tecnológica, sin reparar en que cada nueva usurpación de la técnica se paga, como sabía Bernanos, con el crecimiento del poder del Estado, con la pérdida de una libertad.

Esta comunión progresista viene de lejos; los liberales pueden remitirse a Ricardo, Smith o a Mandeville, pero en realidad fue la “izquierda” la que se puso manos a la obra. El 14 de junio de 1791, antes de que sus correligionarios le hiciesen perder literalmente la cabeza, el jacobino Isaac Le Chapelier vio sancionar la ley de libre comercio que lleva su nombre, en la que se advertía de que “todas las manifestaciones compuestas por artesanos, obreros, oficiales, jornaleros o promovidas por ellos contra el libre ejercicio de la industria y la plena libertad de comercio”, “inconstitucionales y atentatorias contra los derechos del hombre”, serían consideradas actos de sedición y castigadas en consecuencia.

Este fue el excelente punto de partida para barrer de una vez por todas las engorrosas prácticas precapitalistas que obstaculizaban la emergencia de una criatura movida exclusivamente por sus intereses personales. Limitado por la función redistribuidora del Estado reivindicada por la izquierda, o sin mayor traba que la establecida por el mérito y la capacidad individuales según los dogmas de la derecha, el hombre reafirmaba su condición de ser que calcula, maximiza recursos, y, sobre todo, consume. Su espacio natural era el mercado, aunque no era ninguna mano invisible la que corregía las disfunciones, sino los chismorreos en los bastidores de la banca y las finanzas, y los compadreos en los pudrideros del Estado. Claro que hubo gente más sincera. El singular genio de Guizot supo resumir el programa del capitalismo en una palabra: “¡Enriqueceros!”, y hacedlo a toda costa, cueste lo que cueste, desplegad vuestra codicia e imponed vuestro legítimo egoísmo, que en el fondo, trabaja por el bien común.
Nada resulta más risible que observar cómo los mismos que consideraron un progreso deshacerse del fardo de la tradición se dan el título de “conservadores”. En realidad, ni estos conservadores que sólo saben demoler, como los definió un conservador de los pies a la cabeza como Chateaubriand, ni los recalcitrantes “progresistas” son capaces de comprender que el verdadero fracaso de esta civilización es el de no haber desenmascarado a los profetas de la avaricia y su encarnizada cruzada contra la tradición.

Embarcados en esta nave ebria que se aproxima hoy al borde del precipicio, parecía natural que el nuevo impulso industrial mirase con recelo y desconfianza al mundo tradicional. Con la inestimable colaboración del marxismo y su concepción progresista de la historia, la tradición remitía a un universo estático y brutal, una época cuyo único mérito era el de haber precedido al jardín de las delicias de la civilización de la máquina. Así, las costumbres en común opuestas al capitalismo se fueron disolviendo rápidamente por la acción de la economía política, dejando expuestos a los individuos al libre juego de fuerzas de una magnitud tan colosal que escapaban a su comprensión. Naturalmente, la modernidad industrialista nos libró de prejuicios, servidumbres y abusos seculares. Pero estos alivios dejaron intacta la opresión fundamental que descansa en la creencia de que los fines justifican los medios y de que sólo el camino de la opulencia material conduce a la liberación colectiva y la felicidad individual.

Contempladas como “enemigas del comercio” y de la expansión ilimitada, las formas productivas del pasado se convirtieron en el blanco de la nueva teología económica que procedió a la desarticulación de los gremios y las ligas de trabajo. Con el objetivo central de prescindir de la mano de obra humana, especialmente de la altamente cualificada, el nuevo mundo que surgía de las fábricas fue tejiendo un cerco en torno a los artesanos. En realidad, la verdadera trascendencia de la sociedad industrial fue precisamente la de poner fin a la artesanía como categoría profesional; hasta entonces, y aun dentro de un marco de sujeción profesional y férrea jerarquización gremial, la estructura medieval del trabajo todavía velaba por el respeto y la protección de sus miembros. Con la consolidación del capitalismo, el sector textil, de gran importancia simbólica, puesto que fue el primer ramo donde se impuso el gobierno concentracionario de la fábrica, liquidó todas las trabas proteccionistas y pasó a privilegiar la habilidad física que proporcionaba una población infantil a la que no era necesario someter a un período prolongado de aprendizaje. La máquina simplificó y estandarizó las operaciones, abriendo de par en par las puertas de las fábricas a niños y niñas sacrificados sin miramientos en nombre del progreso.

Sin duda, los artesanos sobrevivieron en aquellos espacios donde una minoría con el suficiente poder adquisitivo y el gusto necesario para apreciar las virtudes de lo hecho a mano continuó demandando sus creaciones. Herederas de los círculos de poder real de Versalles y de la alta burguesía de la Restauración francesa, que Balzac que retrató de forma insuperable en su “Comedia Humana”, con su desfile de maestros guanteros, maestros joyeros, maestros zapateros, sombrereros, ebanistas, peluqueros, bordadoras, etc., esas élites del gusto se han ido corrompiendo gradualmente, atraídas cada vez más por el lujo industrial.

En este sentido, la resistencia de los maestros sastres resulta particularmente ilustrativa para tratar de entender el exorbitante precio que hemos pagado por haberlo fiado todo a la razón productivista y a un impenitente utilitarismo. Su oficio nos ofrece una medida de lo bueno y lo satisfactorio que deberíamos observar con detenimiento. Si la causa sagrada de incrementar la producción no fuese su único objetivo, nuestro tiempo encontraría en su actividad un modelo de lo que significa trabajar con dignidad en aras de la calidad, el respeto al medio y el fomento de la sociabilidad vecinal.

Impuesta desde fuera, y vista como neutral por casi todo el movimiento obrero, la máquina no logró penetrar en los talleres de los sastres y sastras que, en lo substancial, continúan confeccionando la ropa a mano y a medida de la misma forma que se ha hecho siempre. Más allá del aumento de las temperaturas de planchado y de la composición de la hilatura en virtud de la evolución de los tejidos, el proceso de elaboración no ha sufrido ninguna transformación reseñable en los últimos siglos: se prolonga así el hilo de una tradición artesana en la que los maestros regulaban el ritmo en función del volumen de encargos, pero también de su disposición física y anímica. En los talleres continua siendo evidente que si la calidad es el criterio supremo que garantiza la estima profesional y atrae clientela, los ritmos de producción no pueden venir determinados por exigencias industriales ni adaptarse al vigor inagotable de una máquina.

En el transcurso de largos años de aprendizaje, el futuro maestro desarrolla una habilidad manual que no es posible acelerar sin poner en riesgo la factura final de la prenda y su propio equilibrio emocional. Excluidos del tormento cronometrado de la fábrica, y ajenos a la aceleración productiva introducida en las últimas décadas, la cadencia del trabajo de los sastres está determinada por un proceso que no admite oscilaciones de velocidad. Además, moldeados en el tiempo denso y pausado de lo hecho con dedicación, los artículos de sastrería incorporan un elemento central del trabajo de calidad que hemos sacrificado en nombre del cronómetro y el rendimiento: la atención.

Aspecto crucial de una civilización que reflexiona y aprende mientras hace, la capacidad de atención concentrada fue una las primeras víctimas de la economía capitalista. En estos tiempos de alboroto y bullicio incesantes, la reposada aplicación de los maestros sirve como ejemplo de trabajo que favorece la especulación intelectual y la introspección sin descuidar la creación material. Este lujo propio de hombres y mujeres libres, inaccesible para los individuos sometidos a trabajos alienantes, es, además, el aval de un completo control del universo productivo. Amén de entorpecer la división del trabajo, gobernar los ritmos permite una visión global de todo el proceso y de la prenda, que nunca sale del taller. En contraste con el nerviosismo y la enfermiza intensidad impuestos por la economía competitiva, esta vigilancia constituye un valor que no debe ser menospreciado. Porque, ¿cuántos trabajos facilitan el despliegue simultáneo de la imaginación personal y de una destreza creadora de productos nobles y bellos?

Esta concentración que no se deja sobornar por el incremento productivo, es, sobre todo, el fundamento de una pedagogía del autodominio. La disciplina de la repetición a la que se someten los maestros sastres les protege de las tentaciones de la velocidad y la prisa; blindados contra el aturdimiento de la producción automatizada, el estajanovismo productivista y la triste esterilidad burocrática, realizan su trabajo sumergidos en una esfera de recogimiento imprescindible para el cumplimiento de la doble finalidad de la artesanía: el desarrollo de un trabajo gozoso mediante la aplicación de procedimientos adquiridos y la prestación de un servicio que proporciona placer al cliente.


Ahora bien, sólo un producto de acabado irreprochable puede colmar las expectativas del frecuentador de la sastrería y el orgullo profesional del maestro. Por eso, es en la voluntad de confeccionar un producto meritorio donde reside el secreto de una transacción comercial que con frecuencia deriva en una relación de complicidad entre el artífice y el usuario. Pero conviene no confundir la calidad con la perfección, propia de la fría regularidad de la máquina. Es precisamente esta imperfección la que le imprime a la prenda hecha a mano su carácter excepcional. Nada de sucedáneos y baratijas sintéticas fabricadas en serie, para todos y para nadie: educados en el crecimiento irresponsable de bienes de consumo adquiridos por la atracción de los valores simbólicos de un logo, hemos acabado por no cuestionarnos por las cualidades y la procedencia de lo que nos ponemos. Mártires de la marca y de la moda (Beaton), hemos concedido un crédito inmerecido a productos despreciables que no sirven más que para ser vendidos, y además nos hemos convencido de que es preferible poseer armarios repletos de fruslerías plastificadas renovadas sistemáticamente que artículos dignos, originales y perdurables.

Es cierto que la paulatina desaparición de sastres ha ejercido una presión al alza de los precios. Pero nadie que haya sido testigo del proceso de elaboración de una pieza sartorial puede afirmar que el trabajo de un maestro no cuesta lo que vale; lo que resulta verdaderamente escandaloso es el despilfarro inducido por una industria de la confección que vende a precio de oro objetos inconsistentes, pasajeros, serializados y que, en muchas ocasiones, esconden mano de obra precaria y esclava. “Moda rápida” llaman a un sistema que reedita la esclavitud infantil para que los consumidores del mundo desarrollado vistan su pacotilla de marca. Una vez más, las patrañas del progreso han quedado al desnudo. Triste escarnio de esta civilización de la máquina, tan embebida en sus proezas técnicas, que prometía universalizar la prosperidad y confort.

En el comercio directo con un sastre no hay demagogia que valga: cuando el cliente acepta el precio no sólo está adquiriendo un bien de consumo irrepetible; ejerce, además, su derecho a participar en su diseño, una suerte de coproducción derivada de la posibilidad de acompañar activamente todo el proceso. Más aún: se paga por el fruto de una tradición que permite ejercer la virtud de la contención, ya que es necesario pasar por un periodo de espera que pone a prueba la paciencia y refrena el furor consumista.

Estos tiempos de transformación permanente han afectado de lleno al mundo de la sastrería. La sociedad digital ha obligado a las exiguas hornadas de nuevos sastres a salir de los talleres y convertirse en empresarios de sí mismos, acuciados por la voracidad corporativa, pero también, hay que decirlo, por un cierto anquilosamiento que les ha impedido renovar el estilo clásico, haciéndolo atractivo a un público joven sin tradición sartorial. Y es posible que no haya motivos para el lamento, ya que tal vez sea esta síntesis de artesano y emprendedor la única garantía de su pervivencia.

En todo caso, la actividad de los maestros sastres artesanos representa una doble función crítica de la que tenemos mucho que aprender: por un lado, cultiva nuestra sensibilidad por los productos bellos y de calidad; por otro lado, nos obliga a cuestionarnos por lo que fabricamos y por cómo lo hacemos. Su dignificación de la labor cotidiana, tan diferente del trabajo compulsivo, estúpido o nocivo que atrofia nuestras facultades y genera frustración y rabia, nos recuerda la necesidad de preservar la tradición de los oficios, sin la que estamos obligados a partir de cero a medida en que desaparecen los maestros.

A decir verdad, no parece que los tiempos sean propicios. Hoy nuestros dioses son mecánicos y digitales, no artesanales. Y ya lo dijo Ferlosio: mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado. Necesitamos más talleres, más aprendices, más vocaciones, pero también individuos que sepan apreciar la labor gozosa y sensible de los artesanos. Quizás, como sabía Chesterton, el secreto de la vida misma resida precisamente en eso, en saber apreciar.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Es difícil encontrar esto por ahí. Seguid así!