Hace unas semanas colgamos una interesante entrevista a Michel Suarez, que nos ha servido para iniciar un proceso de correspondencia que está dando sus frutos. Le ofrecimos a Michel poder publicar en nuestro blog algún escrito, pues tras la entrevista nos pareció que tenía mucho que ofrecernos. Y en seguida nos comentó que estaba "enfrascado en un proyecto de recuperación de la memoria de los maestros sastres artesanos", y que pensaba escribir unos textos "sobre diversos aspectos del oficio". Bueno, pues aquí va el primer texto titulado "Los maestros sastres artesanos. Una cultura de oficio contra la civilización de la máquina". Artículo en donde podremos encontrar, primero, una contextualización que critica a la civilización de la máquina por basarse en la ideología del progreso, del crecimiento ilimitado y sobre todo, del mal gusto. Y después continúa,con más interés si cabe, sobre el oficio artesano de los sastres, que han tenido que soportar férreamente la prepotencia de la máquina, que atacaba su tradición. Ideas, las de Michel, que nos recuerdan a esa magnífica obra de E.Thompson titulada "La formación de la clase obrera inglesa" , que nos mostró las dificultades que tuvo la industria para masacrar a sus negadores más irreductibles. Acabamos, defendiendo el buen gusto y la vida buena, como diría William Morris y animando a nuestros lectores a profundizar en este texto. Buenas noches.
LOS MAESTROS SASTRES ARTESANOS.
UNA CULTURA DE OFICIO CONTRA LA CIVILIZACIÓN DE LA
MÁQUINA.
Cada día resulta más difícil no
asombrarse ante la extraordinaria capacidad de nuestro tiempo para hacer pasar
por fatalidad lo que en realidad son las consecuencias lógicas de su propia
esencia. Decía Lewis Mumford que la civilización se comporta como un rico
heredero en una juerga, derrochando irresponsablemente en la certeza de la
inmensidad de sus recursos. Ciertamente, actuamos como si todas nuestras
comodidades y facilidades materiales careciesen de consecuencias, como si
nuestra ración diaria de radiaciones, de comida envenenada, de aire saturado de
químicos, o el incremento de personalidades depresivas y psicóticas no tuviesen
ninguna relación con una organización técnica y burocrática de la vida. En el
mejor de los casos, se piensa que son anomalías que pueden ser corregidas con
más tecnología; en el peor, un peaje que pagamos con cierto pesar.
En esta Europa
desespiritualizada, que continúa postrada ante el ídolo del progreso, poner en
cuestión las conquistas de la civilización de la máquina continúa siendo un
ejercicio de mal gusto. Inmediatamente surgen las estadísticas de reducción de
los niveles de plomo en la sangre y de víctimas automovilísticas durante el fin
de semana, las cifras de disminución del paro, o los datos sobre el crecimiento
de la esperanza media de vida y del PIB, éxitos que nos van sacar de la enésima
crisis para que podamos volver a ser los felices consumidores que fuimos. El
truco es siempre el mismo, pero funciona: esperen y verán cómo el progreso
resolverá todos los problemas. Y en esa espera vivimos mientras el mundo
multiplica los horrores.
“Fatal aumento de la estupidez
humana: gran tema”, escribió Paul Valéry en un cuaderno de notas. Y tenía razón
el poeta francés: es un gran tema, de hecho, es “el tema”. Una de las principales
funciones que posee la estupidez es la de disculpárnoslo todo a nosotros mismos
y no darnos por enterados de las consecuencias de nuestras acciones. Excepto
para sus imperturbables promotores, que son prácticamente todos, resulta
evidente que el optimismo defraudado del progreso nos ha conducido a un
atolladero moral, ecológico y civilizador de proporciones siderales. Bastará un
breve vistazo al mundo para comprobar el resultado de haber adoptado el
evangelio de la ambición sin freno que tiene su Santísima Trinidad en el
dinero, el poder y la potencia. ¿Qué fue de las promesas de un mundo que
llamaba a la felicidad colectiva y a la abundancia material ilimitada? ¿No nos
haría mejores el misterio que se escondía en el seno de las fuerzas
productivas?¿Quién se lo pensaría dos veces antes de seguir afirmando que necesitamos
más de lo mismo: más crecimiento, más máquinas, más pantallas, más robots, más
velocidad, más libertad para explotar al prójimo, para obtener resultados
diferentes? ¿Hay alguien que todavía recuerde lo que eran el desinterés, la
fraternidad, el apoyo mutuo, el sentido de la autonomía individual y colectiva?
En el gran circo de la
política, la izquierda y la derecha continúan dirimiendo su tragicómica disputa
para alzarse como los campeones del progreso social, del desarrollo y del bienestar.
Sin embargo, con algunos matices y diferencias de estilo irrelevantes, ambos son
legatarios de la sociedad industrial y la mentalidad desarrollista sobre la que
se aquilató el capitalismo. Todas sus propuestas teóricas están orientadas a
sobredimensionar aun más un gigantesco mercado de bienes de consumo y a
resolver los enormes problemas suscitados por el industrialismo mediante la
innovación tecnológica, sin reparar en que cada nueva usurpación de la técnica
se paga, como sabía Bernanos, con el crecimiento del poder del Estado, con la
pérdida de una libertad.
Esta comunión progresista viene
de lejos; los liberales pueden remitirse a Ricardo, Smith o a Mandeville, pero
en realidad fue la “izquierda” la que se puso manos a la obra. El 14 de junio
de 1791, antes de que sus correligionarios le hiciesen perder literalmente la
cabeza, el jacobino Isaac Le Chapelier vio sancionar la ley de libre comercio
que lleva su nombre, en la que se advertía de que “todas las manifestaciones
compuestas por artesanos, obreros, oficiales, jornaleros o promovidas por ellos
contra el libre ejercicio de la industria y la plena libertad de comercio”, “inconstitucionales
y atentatorias contra los derechos del hombre”, serían consideradas actos de
sedición y castigadas en consecuencia.
Este fue el excelente punto de
partida para barrer de una vez por todas las engorrosas prácticas precapitalistas
que obstaculizaban la emergencia de una criatura movida exclusivamente por sus
intereses personales. Limitado por la función redistribuidora del Estado
reivindicada por la izquierda, o sin mayor traba que la establecida por el
mérito y la capacidad individuales según los dogmas de la derecha, el hombre reafirmaba
su condición de ser que calcula, maximiza recursos, y, sobre todo, consume. Su
espacio natural era el mercado, aunque no era ninguna mano invisible la que corregía
las disfunciones, sino los chismorreos en los bastidores de la banca y las
finanzas, y los compadreos en los pudrideros del Estado. Claro que hubo gente
más sincera. El singular genio de Guizot supo resumir el programa del
capitalismo en una palabra: “¡Enriqueceros!”, y hacedlo a toda costa, cueste lo
que cueste, desplegad vuestra codicia e imponed vuestro legítimo egoísmo, que en
el fondo, trabaja por el bien común.
Nada resulta más risible que
observar cómo los mismos que consideraron un progreso deshacerse del fardo de
la tradición se dan el título de “conservadores”. En realidad, ni estos
conservadores que sólo saben demoler, como los definió un conservador de los
pies a la cabeza como Chateaubriand, ni los recalcitrantes “progresistas” son
capaces de comprender que el verdadero fracaso de esta civilización es el de no
haber desenmascarado a los profetas de la avaricia y su encarnizada cruzada
contra la tradición.
Embarcados en esta nave ebria
que se aproxima hoy al borde del precipicio, parecía natural que el nuevo
impulso industrial mirase con recelo y desconfianza al mundo tradicional. Con
la inestimable colaboración del marxismo y su concepción progresista de la
historia, la tradición remitía a un universo estático y brutal, una época cuyo
único mérito era el de haber precedido al jardín de las delicias de la
civilización de la máquina. Así, las costumbres en común opuestas al capitalismo
se fueron disolviendo rápidamente por la acción de la economía política, dejando
expuestos a los individuos al libre juego de fuerzas de una magnitud tan
colosal que escapaban a su comprensión. Naturalmente, la modernidad industrialista
nos libró de prejuicios, servidumbres y abusos seculares. Pero estos alivios dejaron
intacta la opresión fundamental que descansa en la creencia de que los fines
justifican los medios y de que sólo el camino de la opulencia material conduce
a la liberación colectiva y la felicidad individual.
Contempladas como “enemigas del
comercio” y de la expansión ilimitada, las formas productivas del pasado se
convirtieron en el blanco de la nueva teología económica que procedió a la desarticulación
de los gremios y las ligas de trabajo. Con el objetivo central de prescindir de
la mano de obra humana, especialmente de la altamente cualificada, el nuevo
mundo que surgía de las fábricas fue tejiendo un cerco en torno a los
artesanos. En realidad, la verdadera trascendencia de la sociedad industrial fue
precisamente la de poner fin a la artesanía como categoría profesional; hasta
entonces, y aun dentro de un marco de sujeción profesional y férrea
jerarquización gremial, la estructura medieval del trabajo todavía velaba por
el respeto y la protección de sus miembros. Con la consolidación del
capitalismo, el sector textil, de gran importancia simbólica, puesto que fue el
primer ramo donde se impuso el gobierno concentracionario de la fábrica, liquidó
todas las trabas proteccionistas y pasó a privilegiar la habilidad física que
proporcionaba una población infantil a la que no era necesario someter a un
período prolongado de aprendizaje. La máquina simplificó y estandarizó las
operaciones, abriendo de par en par las puertas de las fábricas a niños y niñas
sacrificados sin miramientos en nombre del progreso.
Sin duda, los artesanos
sobrevivieron en aquellos espacios donde una minoría con el suficiente poder
adquisitivo y el gusto necesario para apreciar las virtudes de lo hecho a mano
continuó demandando sus creaciones. Herederas de los círculos de poder real de
Versalles y de la alta burguesía de la Restauración francesa, que Balzac que
retrató de forma insuperable en su “Comedia Humana”, con su desfile de maestros
guanteros, maestros joyeros, maestros zapateros, sombrereros, ebanistas, peluqueros,
bordadoras, etc., esas élites del gusto se han ido corrompiendo gradualmente,
atraídas cada vez más por el lujo industrial.
En este sentido, la resistencia
de los maestros sastres resulta particularmente ilustrativa para tratar de
entender el exorbitante precio que hemos pagado por haberlo fiado todo a la
razón productivista y a un impenitente utilitarismo. Su oficio nos ofrece una
medida de lo bueno y lo satisfactorio que deberíamos observar con detenimiento.
Si la causa sagrada de incrementar la producción no fuese su único objetivo, nuestro
tiempo encontraría en su actividad un modelo de lo que significa trabajar con
dignidad en aras de la calidad, el respeto al medio y el fomento de la
sociabilidad vecinal.
Impuesta desde fuera, y vista
como neutral por casi todo el movimiento obrero, la máquina no logró penetrar
en los talleres de los sastres y sastras que, en lo substancial, continúan
confeccionando la ropa a mano y a medida de la misma forma que se ha hecho
siempre. Más allá del aumento de las temperaturas de planchado y de la
composición de la hilatura en virtud de la evolución de los tejidos, el proceso
de elaboración no ha sufrido ninguna transformación reseñable en los últimos
siglos: se prolonga así el hilo de una tradición artesana en la que los
maestros regulaban el ritmo en función del volumen de encargos, pero también de
su disposición física y anímica. En los talleres continua siendo evidente que
si la calidad es el criterio supremo que garantiza la estima profesional y atrae
clientela, los ritmos de producción no pueden venir determinados por exigencias
industriales ni adaptarse al vigor inagotable de una máquina.
En el transcurso de largos años
de aprendizaje, el futuro maestro desarrolla una habilidad manual que no es
posible acelerar sin poner en riesgo la factura final de la prenda y su propio
equilibrio emocional. Excluidos del tormento cronometrado de la fábrica, y ajenos
a la aceleración productiva introducida en las últimas décadas, la cadencia del
trabajo de los sastres está determinada por un proceso que no admite
oscilaciones de velocidad. Además, moldeados en el tiempo denso y pausado de lo
hecho con dedicación, los artículos de sastrería incorporan un elemento central
del trabajo de calidad que hemos sacrificado en nombre del cronómetro y el
rendimiento: la atención.
Aspecto crucial de una
civilización que reflexiona y aprende mientras hace, la capacidad de atención
concentrada fue una las primeras víctimas de la economía capitalista. En estos
tiempos de alboroto y bullicio incesantes, la reposada aplicación de los
maestros sirve como ejemplo de trabajo que favorece la especulación intelectual
y la introspección sin descuidar la creación material. Este lujo propio de
hombres y mujeres libres, inaccesible para los individuos sometidos a trabajos
alienantes, es, además, el aval de un completo control del universo productivo.
Amén de entorpecer la división del trabajo, gobernar los ritmos permite una
visión global de todo el proceso y de la prenda, que nunca sale del taller. En
contraste con el nerviosismo y la enfermiza intensidad impuestos por la
economía competitiva, esta vigilancia constituye un valor que no debe ser
menospreciado. Porque, ¿cuántos trabajos facilitan el despliegue simultáneo de la
imaginación personal y de una destreza creadora de productos nobles y bellos?
Esta concentración que no se
deja sobornar por el incremento productivo, es, sobre todo, el fundamento de
una pedagogía del autodominio. La disciplina de la repetición a la que se
someten los maestros sastres les protege de las tentaciones de la velocidad y
la prisa; blindados contra el aturdimiento de la producción automatizada, el estajanovismo
productivista y la triste esterilidad burocrática, realizan su trabajo
sumergidos en una esfera de recogimiento imprescindible para el cumplimiento de
la doble finalidad de la artesanía: el desarrollo de un trabajo gozoso mediante
la aplicación de procedimientos adquiridos y la prestación de un servicio que
proporciona placer al cliente.
Ahora bien, sólo un producto de
acabado irreprochable puede colmar las expectativas del frecuentador de la
sastrería y el orgullo profesional del maestro. Por eso, es en la voluntad de
confeccionar un producto meritorio donde reside el secreto de una transacción
comercial que con frecuencia deriva en una relación de complicidad entre el
artífice y el usuario. Pero conviene no confundir la calidad con la perfección,
propia de la fría regularidad de la máquina. Es precisamente esta imperfección
la que le imprime a la prenda hecha a mano su carácter excepcional. Nada de
sucedáneos y baratijas sintéticas fabricadas en serie, para todos y para nadie:
educados en el crecimiento irresponsable de bienes de consumo adquiridos por la
atracción de los valores simbólicos de un logo, hemos acabado por no
cuestionarnos por las cualidades y la procedencia de lo que nos ponemos. Mártires
de la marca y de la moda (Beaton), hemos concedido un crédito inmerecido a productos
despreciables que no sirven más que para ser vendidos, y además nos hemos
convencido de que es preferible poseer armarios repletos de fruslerías
plastificadas renovadas sistemáticamente que artículos dignos, originales y perdurables.
Es cierto que la paulatina desaparición
de sastres ha ejercido una presión al alza de los precios. Pero nadie que haya sido
testigo del proceso de elaboración de una pieza sartorial puede afirmar que el
trabajo de un maestro no cuesta lo que vale; lo que resulta verdaderamente
escandaloso es el despilfarro inducido por una industria de la confección que
vende a precio de oro objetos inconsistentes, pasajeros, serializados y que, en
muchas ocasiones, esconden mano de obra precaria y esclava. “Moda rápida”
llaman a un sistema que reedita la esclavitud infantil para que los
consumidores del mundo desarrollado vistan su pacotilla de marca. Una vez más,
las patrañas del progreso han quedado al desnudo. Triste escarnio de esta
civilización de la máquina, tan embebida en sus proezas técnicas, que prometía universalizar
la prosperidad y confort.
En el comercio directo con un
sastre no hay demagogia que valga: cuando el cliente acepta el precio no sólo
está adquiriendo un bien de consumo irrepetible; ejerce, además, su derecho a
participar en su diseño, una suerte de coproducción derivada de la posibilidad
de acompañar activamente todo el proceso. Más aún: se paga por el fruto de una
tradición que permite ejercer la virtud de la contención, ya que es necesario
pasar por un periodo de espera que pone a prueba la paciencia y refrena el
furor consumista.
Estos tiempos de transformación
permanente han afectado de lleno al mundo de la sastrería. La sociedad digital
ha obligado a las exiguas hornadas de nuevos sastres a salir de los talleres y convertirse
en empresarios de sí mismos, acuciados por la voracidad corporativa, pero
también, hay que decirlo, por un cierto anquilosamiento que les ha impedido
renovar el estilo clásico, haciéndolo atractivo a un público joven sin
tradición sartorial. Y es posible que no haya motivos para el lamento, ya que
tal vez sea esta síntesis de artesano y emprendedor la única garantía de su
pervivencia.
En todo caso, la actividad de
los maestros sastres artesanos representa una doble función crítica de la que
tenemos mucho que aprender: por un lado, cultiva nuestra sensibilidad por los
productos bellos y de calidad; por otro lado, nos obliga a cuestionarnos por lo
que fabricamos y por cómo lo hacemos. Su dignificación de la labor cotidiana,
tan diferente del trabajo compulsivo, estúpido o nocivo que atrofia nuestras
facultades y genera frustración y rabia, nos recuerda la necesidad de preservar
la tradición de los oficios, sin la que estamos obligados a partir de cero a
medida en que desaparecen los maestros.
A decir verdad, no parece que
los tiempos sean propicios. Hoy nuestros dioses son mecánicos y digitales, no
artesanales. Y ya lo dijo Ferlosio: mientras no cambien los dioses nada habrá
cambiado. Necesitamos más talleres, más aprendices, más vocaciones, pero
también individuos que sepan apreciar la labor gozosa y sensible de los
artesanos. Quizás, como sabía Chesterton, el secreto de la vida misma resida
precisamente en eso, en saber apreciar.
1 comentario:
Es difícil encontrar esto por ahí. Seguid así!
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