miércoles, 6 de junio de 2018

Notas sobre la democracia. El proyecto de autonomía del movimiento libertario español.

Resultado de imagen de 1936 campesinado revolucionarioOs acercamos este último texto escrito por Michel Suárez que pone de manifiesto la importancia que tuvo el proyecto de autonomía que el movimiento libertario intentó llevar a la práctica a mediados de 1936. Lo que supuso una aportación fundamental para los que siguen planteando la necesidad de una sociedad democrática radical que, ya en su momento, se mezcló con tintes dispersos de una crítica ecológica, igual de necesaria. 

A parte, el texto navega entre los orígenes de la manipulación democrática de la modernidad, que impulsó la necesidad del Estado, pervirtiendo el sentido histórico de la palabra democracia. Una manipulación que ha llegado a nuestros días con la imposición de una vida burocrática que nos negamos a aceptar ni a legitimar de ninguna manera pese a las imposiciones. 

Sin más que decir, disfrutad de la lectura, eso sí, recomendamos imprimirlo para leerlo sin la fatiga de la prisa.



NOTAS SOBRE LA DEMOCRACIA.
EL PROYECTO DE AUTONOMÍA DEL MOVIMIENTO LIBERTARIO ESPAÑOL


  1. EL DESVIO DEMOCRÁTICO DE LA MODERNIDAD

La curiosidad renacentista por la antigüedad clásica supuso una tímida boca de túnel al prolongado eclipse por el que transitó la democracia como régimen de autogobierno y resolución colectiva de los asuntos comunes desde su declinio en la Grecia del siglo IV a. C. Maquiavelo fue quien primeramente trató de recuperar el legado clásico como modelo político para su época; sin embargo, su fascinación por los engranajes del poder hizo que abrevase en la fuente romana y no en la griega, por lo que el proyecto democrático no emergió definitivamente hasta la época de las Luces rescatado por Rousseau. No obstante, el ginebrino, al tiempo que formulaba agudas observaciones sobre la democracia, le negaba toda aplicación práctica contemporánea apoyándose en las observaciones de Aristóteles sobre la inoperancia democrática en comunidades con excesivo número de ciudadanos: “tamaña multitud necesitaría los planos de Babilonia”, caos en el que sucumbiría  toda ciudad que encerrase “más una nación que la población de una ciudad”.
Dando muestras de una gran sagacidad analítica Rousseau advirtió de que un cambio de régimen social no significaba la simple sustitución de gestores de lo dado, sino que implicaba una transformación ontológica de los hombres, afirmación de consecuencias profundas que inauguraba un debate sobre las causas del cambio social hoy completamente olvidado. Paradójicamente, sus conclusiones abrieron la puerta a la legitimación de un cuerpo separado de los ciudadanos, el Estado, que constituía la negación explícita del proyecto democrático clásico. El pensamiento rousseauniano, por tanto, surgía condenado desde el inicio a la ambigüedad, la circularidad y la aporía: debemos mantener el Estado, aunque tratando de limitarlo en la medida de lo posible, tesis en la que abundará Montesquieu con la separación de poderes, porque en virtud de la escala la democracia es impracticable.
Este desvío de la esencia de la democracia surgió paralelo a la emergencia y consolidación del proyecto de la Modernidad durante los siglos XVII y XVIII, un marco histórico de transformaciones estructurales que establecieron nuevas reglas del juego social y desmantelaron los viejos frenos morales, el sentido comunitario y las obligaciones medievales de reciprocidad.
El surgimiento del espíritu científico y tecnológico, una fe teológica en las virtudes autorreguladoras del mercado como instancia suprema e infalible de asignación de recursos, un afán delirante de riqueza, ostentación y lujo, la certidumbre de que el fetiche del progreso, el racionalismo y el desarrollo propiciarían el despegue definitivo de la humanidad rumbo a un crecimiento físico ilimitado que le permitiría hacerse dueña y señora de la naturaleza (Descartes), fueron a un mismo tiempo causa y consecuencia de la configuración de un modelo antropológico entregado a una  ilusión racionalista, sin advertir que tras el brillo de los sueños de conquista Mefistófeles exigiría su parte del trato en forma de alienación, destrucciones y catástrofes.
 Se inauguraba así una nueva “edad de los hombres” (Vico) en la que la “razón y la voluntad” nos conducirían a una felicidad cifrada en un “progreso continuo y no interrumpido a más grandes bienes” (Leibniz). Es en ese marco en el que se moldea “lo económico” como una esfera escindida del cuerpo de lo social, es decir, un “sistema económico como un todo de relaciones lógicas, que tiene una entidad propia de funcionamiento, que se mueve por sus propios automatismos”.[1] Esa separación constituía una novedad radical en la Historia que acarreaba consecuencias extraordinarias; la más relevante fue el nacimiento de “un tipo de personalidad, una abstracción ambulante: el Hombre Económico. Los hombres vivos imitaban a esa máquina automática”, una “criatura del racionalismo puro”.[2]
Así pues, la esfera socio-política se convirtió en mero apéndice de la órbita económica, en un subsistema en el que se encerraba la “voluntad general” como suma de los deseos individuales. Por todo ello, como señala Castoriadis, desde el punto de vista de la democracia como autogobierno, “los filósofos del liberalismo” abandonaron el proyecto de la auto institución, puesto que mantuvieron “el Estado como instancia suprema” y creyeron que “el juego de conflictos entre hombres” producía, “independientemente de los hombres y a sus espaldas, una razón en las cosas sociales”; por tanto, “la actividad auto instituyente de los hombres no fue reconocida y valorizada”.[3]
Rousseau, Constant, Locke, Montesquieu, Hume o Smith no defendieron un sistema sociopolítico con anclajes en el concepto de gestión colectiva del poder, sino un régimen de propietarios en el que la igualdad permanecía fondeada en la arena jurídica y nominal. La filosofía política de los ilustrados estuvo a una distancia sideral de conferir legitimidad a la horizontalidad del poder, a pesar de que eran plenamente conscientes de los peligros que este modelo entrañaba desde el punto de vista del despotismo. Así, Hume escribió: “donde la constitución original permite la delegación del poder, incluso restringida, a un grupo de hombres que posean gran parte de la propiedad, estos pueden, fácil y gradualmente, obtener autoridad haciendo que la distribución del poder coincida con la de propiedad”.[4]
En definitiva, en la torsión operada en la Ilustración con su permuta de dioses celestes por una teología racionalista y mecánica, las bases de la autonomía quedaron sepultadas bajo un rescate epidérmico y parcial.
El agotamiento de la Modernidad que se produjo a mediados del siglo pasado supuso la emergencia de nuevas coordenadas de pensamiento que establecieron nuevas reglas de juego intelectual; en esencia, se trató de un ataque frontal contra el racionalismo ilustrado y los meta discursos que como el marxismo pretendían someter la realidad a un esquema mecánico explicativo de concatenaciones causales. Si bien el espíritu que animaba originariamente esta tentativa parecía saludable y necesario, lo cierto es que el posmodernismo como lógica cultural e ideológica del capitalismo globalizado ha arrastrado al pensamiento y a la crítica hasta los arrabales de la razón para entregarse en brazos de la frigidez teórica, el nihilismo más estéril y un relativismo que neutralizaba, no ya las explicaciones globales, sino toda explicación. Valiéndose de un lenguaje viscoso y de un irritante hermetismo conceptual, la posmodernidad  ha hecho comulgar a sus adeptos con las mayores ruedas de molino. Ese tipo de nomenclatura poseía la enorme virtud de poder desarmar a todos sus críticos arguyendo una incomprensión de la esencia textual o una interpretación desviada. Sin embargo, lo más relevante para nuestro caso es que, aun valiéndose de un cripticismo que ocultaba la desnudez del rey, la posmodernidad no ha supuesto una línea de corte con relación a la mistificación operada en la Ilustración con respecto a un glosario político y filosófico que se ha preservado incólume desde los días de los philosophes. Esto es especialmente cierto en el caso de la “democracia”.
La consolidación del proyecto capitalista no fue un camino de rosas. El nuevo mundo industrial-capitalista encontró una resistencia encarnizada en las reivindicaciones de un segmento, el movimiento obrero, que cuestionó “el fundamento de la organización capitalista de la empresa y de la sociedad: que el hombre existe para la producción”.[5]
En el espacio europeo moderno se asiste a la emergencia de un proyecto de autonomía encarnado en determinados vectores del movimiento obrero, que en algunos casos reeditó el sentido de la igualdad política de forma más radical que nunca antes en la historia; un proyecto por cierto, que no era históricamente necesario, fruto de ninguna inmanencia teleológica ni consecuencia inexorable de ningún desarrollo hegeliano del devenir de la razón.
Ciertamente, no todo el movimiento obrero fue impermeable a los nuevos fundamentos de la sociedad capitalista, y así, un campo importante del mismo, principalmente el marxismo en sus múltiples exégesis, se convirtió en un gigantesco Prometeo encadenado a la roca de la economía política. Sus elaboraciones teóricas no sólo estaban impregnadas de una visión del mundo derivada de la física newtoniana sino que además Marx apenas modificó el espacio que ocupaban “la ciencia, la técnica y el trabajo, como omnipotentes palancas que aseguran una ruta de progreso indefinido”, y dio por buena “la visión del hombre en el mundo”. La relación instrumental “hombre-entorno desde la que Marx racionaliza la noción de producción no es otra que la que originó la construcción del campo de lo económico como objeto de estudio de la economía política”.[6]
 Entretanto, “la estupidez de combatir no el empleo capitalista de la maquinaria, sino la propia maquinaria”,[7] era, a pesar de Marx y la aplastante mayoría de corrientes del movimiento obrero, una condición ineluctable para el establecimiento de un régimen democrático. La ceguera de Marx y los marxistas sobre la neutralidad tecnológica y su uso reversible engendró una utopía que acabó fosilizando en el movimiento obrero: el mantra de que en la “etapa suprior del comunismo” las máquinas desobedecerían a su propia naturaleza y se pondrían al servicio de la liberación de los oprimidos. No obstante, “la idea de un socialismo de líneas de montaje y de composición es un absurdo, una contradicción en términos”:[8] sin una crítica profunda de las tecnologías capitalistas, las fuentes de energía y su transformación a la que están ligadas, no tiene sentido hablar de vía emancipatoria. La formidable concentración de recursos y fuentes energéticas exige un polo de poder férreamente centralizado y jerarquizado que absorba el proceso de toma de decisiones. Sin embargo, la equidad entre la “participación del poder y el consumo de energía” es inverosímil, como ya observó Ilich, pues conforma una ecuación asimétrica en la que el Estado ejerce un “monopolio radical” sobre las fuentes energéticas y no permite campos de acción ajenos a su control.[9]
Si bien el marxismo no perforó el cerco cognoscitivo e ideológico del capitalismo, hubo por el contrario un segmento, dúctil, irregular y heterogéneo, en el que se pueden identificar sedimentos de la vieja tradición democrática y anticapitalista que consiguió desprenderse en buena medida de la idea de que el “contenido universal del curso del mundo se ha dado ya”.[10]
Salvo excepciones, para los comentadores contemporáneos las experiencias que constituyen tentativas de ruptura con al capitalismo (Comuna, soviets, consejos obreros) no han servido de estímulo ni para una reflexión profunda sobre la igualdad y la libertad, ni como asideros para una reformulación de la democracia radical, lo que les ha permitido driblar el engorro de la tener que abordar la política como gestión colectiva de la vida social[11]. Los más críticos han llegado a naufragar en una contumaz confusión entre lo público y lo común, desconcierto que les ha empujado a postular mayor presencia del Estado ante los persistentes atolladeros del capitalismo. Pero en lo que han coincidido prácticamente todos es en la asunción unánime de un cierto grado de heteronomia social, con lo que han resuelto, sin entrar en mayores debates, temas cruciales como la igualdad en la distribución del poder, la libertad de participar en la toma de decisiones o la crítica del progreso.
El afianzamiento de la economía política encontró la resistencia de las clases populares contra su integración en el engranaje de la “megamáquina” (Mumford), la adopción del ritmo mecánico, la sumisión a la fábrica y al reloj, la intemperie afectiva a la que la sometía su atomización como mano de obra desagregada y regimentada al mismo tiempo. Algunos vieron más allá de ese Moloch, como William Morris, quien denunció que “la máquina había desvitalizado a los hombres y que en la corriente lucha por el dinero y el poder, el obrero estaba aceptando servilmente los ideales de sus amos”, lo que le apartaba del combate por la verdadera recompensa del trabajo, “autoeducación, autoexpresión, autogobierno”.[12]


  1. EL PROYECTO DEMOCRÁTICO DEL MOVIENTO LIBERTARIO ESPAÑOL


En el caso español, la resistencia popular poseía raíces comunitarias profundas, pero fue en 1868 cuando el anarquismo organizado puso su primer jalón tras la visita de Giuseppe Fanelli, un emisario de Bakunin, cuyas ideas tuvieron una calurosa acogida entre los campesinos y algunas capas del proletariado industrial; tanto sus principios teóricos como sus modelos organizativos entroncaban con las arraigadas costumbres y tradiciones comunitarias amenazadas por el avance de la industrialización del país.
En 1910, con la constitución de la central anarcosindicalista CNT, la clase obrera libertaria española se dotó de un formidable instrumento de lucha que en muchos aspectos no ha tenido parangón en la historia. A pesar de no integrar inicialmente a todas las corrientes del anarquismo puro que rechazaban las tesis sindicalistas, cosa que se logrará con el estallido de la Revolución en 1936, la CNT articuló un riquísimo abanico de grupos y tendencias que poseían en común el objetivo de la destrucción revolucionaria del capital y el Estado. Sin embargo, así enunciado, este objetivo resulta demasiado vago e indeterminado, pues la cuestión central a dilucidar no reside únicamente en determinar “hasta qué punto la práctica de diferentes organizaciones sindicalistas revolucionarias (en este caso la CNT) reflejaba objetivos reformistas o revolucionarios”,[13] sino también en determinar la existencia real, y la profundidad, de un proyecto de ruptura epistemológica con el capitalismo, y en precisar si la organización de los trabajadores contenía en sí el germen de la futura sociedad; en otras palabras, si era tributaria, prolongándola, de un proyecto de democracia radical.
El anarquismo español trató de combinar “la fuerza de la unión con la organización comunitaria. Poniendo más el acento sobre los centros obreros, las cooperativas, las asociaciones de ayuda mutua y las secciones de mujeres, el colectivismo y el comunismo pudieron superar el localismo del primero y la disociación voluntaria del segundo”,[14] y con ese propósito adoptó los contornos sindicalistas como síntesis conciliadora entre el anarco-colectivismo y el anarco-comunismo.
Si bien compartía con el sindicalismo revolucionario francés métodos de acción directa, autogestión obrera y el rechazo de toda intermediación e interlocución con el Estado, descendía bastante más hondo en su concepto de democracia, combatiendo el tinte autoritario de las  formulaciones aristocratizantes de algunos teóricos franceses, como Lagardelle, para quien “la concepción de una igualdad abstracta, es sustituida por la noción de una diferenciación real. No todos están sobre el mismo plano, porque no todos tienen las mismas aptitudes (…) y es que el mundo del trabajo es un mundo aparte (…) supone una suma determinada de competencias y hace necesaria una fuerte jerarquía (…) en cierto sentido (…) el ideal de “democracia” debe tener al frente a los mejores, es decir a los más capaces, bajo el control permanente de las masas”.[15]
La oposición anarquista al capitalismo iba, en algunos casos, mucho más allá de la mera crítica de las relaciones o el modo de producción, ya que el mundo del trabajo no “era un mundo aparte”, y su arsenal teórico y práctico apuntaba a las coordenadas mentales impuestas por la economía política. La vía recta hacia la revolución era la transformación del universo mental, de las sitten, de las costumbres y los hábitos; en otras palabras, una mudanza antropológica. La Revolución crearía individuos ontológicamente otros, pero al mismo tiempo serían producto de su existencia: sin una paideia previa el cambio sería un mero intercambio de gerentes del capitalismo. Una vez más, Rousseau fue quien primero entrevió este aspecto crucial cuando afirmó que “quien osa emprender la institución de un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por así decir, la naturaleza humana: de transformar cada individuo que, por sí mismo, es un todo perfecto y solidario en parte de un todo mayor, del cual ese individuo recibe, de cierta forma, su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para fortalecerla”.[16]
Esa transformación, esa paideia, se inscribía en una “evolución y formación del carácter” y en “una afinada educación del conocimiento y las habilidades”,[17]lo que únicamente podía obtenerse en el seno de una esfera pública (común). Así, con el objetivo de crear en el presente las condiciones de la sociedad que se ambicionaba, el movimiento libertario se entregó a una colosal labor de propaganda y difusión de las ideas ácratas a través de periódicos, revistas, panfletos, traducciones de clásicos políticos, folletos, opúsculos y libelos que, en buena medida,

 “eran escritos y enviados por los lectores de toda la península (…) no sólo eran (los lectores) consumidores del material, sino también autores del mismo (…) la mayoría (de las colaboraciones) eran anónimas, o sólo tenía por rúbrica las iniciales o una breve frase identificadora: ‘un zapatero’, ‘un compañero’, ‘un viticultor”, lo cual no era sólo deseo de anonimato, sino afán de expresar una voz colectiva. Varias veces se discutió ese tema en los periódicos, en ensayos como “No más firmas”, donde se abogaba por esa supresión de la autoría como señal de libertad e igualdad. Esta actitud era consciente”.[18]

En este sentido, los libertarios otorgaban a la cultura una carga semántica que no remitía a la simple formación académica ni a la adquisición mecánica de conocimientos. La instrucción individual constituía una prevención contra la charlatanería de los sofistas y la condición fundamental para la adopción de un posicionamiento crítico frente al mundo. De alguna manera, se recuperaba un sentido muy profundo del discurso democrático que no autorizaba a “hablar en la forma de ordenar”, ni “escuchar en la forma de obedecer”, puesto que ambas actitudes “no tenían el valor de los verdaderos hablar y escuchar, no eran libertad de palabra porque referían a un proceso determinado no por el habla sino por el hacer (tun) o el laborar”.[19] El hecho de formarse era ya una actividad, una praxis, puesto que “el estudiar, el capacitarse, el superarse es ya una acción demoledora de la vieja sociedad; si esa superación intelectual y moral se hace con vistas al porvenir. La vida, la actividad del individuo, es una cultura, es acción”.[20]
El objetivo de la instrucción no era pues el mero incremento de un bagaje intelectual indiferente a la acción política, sino una pedagogía ciudadana, una auto emancipación interior “por el conocimiento y la experiencia”, en la certeza de que “hacerse autónomo, gobernarse a sí mismo de hecho valdrá más que las mejores predicaciones y propagandas”.[21]
Este despliegue autoeducador se propagó espoleado por una voluntad política deliberada; desde luego, no constituía una característica propia de los trabajadores españoles; como señaló E. P. Thompson, también en los pueblos y las villas ingleses “resonaban con la energía de los autodidactas” a partir de “su experiencia propia y con el recurso a la instrucción errante y arduamente obtenida, los trabajadores formaron un marco fundamentalmente político de la organización de la sociedad. Aprendieron a ver sus vidas como parte de una historia general de conflictos”.[22] En consecuencia, podemos describir el radicalismo popular “como una cultura intelectual. La conciencia articulada del autodidacta era sobre todo una conciencia política”.[23]
Según un consenso (casi) unánime en la historiografía española (al que han hecho coro los  hispanistas anglosajones) el dilatado despegue capitalista de la Península se debió exclusivamente a la incapacidad de la balbuciente e inoperante burguesía española, despojada del vigor que se le supone como clase para la expansión material del país. Pocos son los historiadores que han señalado que ese “atraso” (¿con respecto a qué reloj histórico?) pudo tener su raíz en la resistencia activa de los trabajadores que trataron de preservar el control sobre sus medios y ritmos de vida, sus formas de autogobierno, apoyo mutuo y de solidaridad vecinal. Para ello articularon una rica panoplia de estrategias colectivas de resistencia que llegaron a incluir, en ocasiones, la destrucción de máquinas destinadas a la mecanización del campo y que constituían la sentencia de muerte para muchos oficios, especialmente los artesanos.[24]
Las insurrecciones, los motines, las rebeliones y algunas respuestas ludditas[25]han inflamado la imaginación de gran número de estudiosos del anarquismo español, que han visto en todo ello una manifestación palmaria de “primitivismo”,[26] sin sopesar siquiera la posibilidad de que las clases populares no se rebelasen “contra la nueva maquinaria per se, sino contra la transformación de las relaciones de la cual la mecanización no era sino un elemento más”.[27] En muchos casos, los trabajadores demostraron que sus actos derivaban de una visión aguda de la realidad que los excluía tanto de la propiedad de los medios de producción como del debate sobre qué y cómo producir.
Por otra parte, como bien apunta Ealham en un magnífico estudio,[28] fenómenos como la huelga de alquileres, la ocupación no autorizada del espacio urbano, la práctica y protección vecinal de la economía informal (mercados, vendedores ambulantes, etc.), la destrucción de monumentos y estatuas de prohombres y próceres patrios, la aprobación popular de la difundida práctica anarquista de la expropiación de bancos y domicilios de grandes capitalistas (circuitos económicos propios), nos permiten inferir que estas estrategias no correspondían a actuaciones de protesta inconexas, esporádicas y desarticuladas, sino que, por el contrario, se integraban en un proyecto consciente de construcción de un nuevo espacio democrático basado en el reforzamiento del lazo comunitario.
Como bien ha señalado Masjuan en otro trabajo muy estimable,[29] existían traducciones al español de las obras de los prerrafaelitas (Geddes, Howard, Morris), y sus teorías urbanísticas fueron propagadas por algunos personajes afines o simpatizantes del anarquismo durante las primeras décadas del siglo. Recordemos que las propuestas de Patrick Geddes colisionaban violentamente con el dibujo urbano concentracionario que Le Corbusier proyectó para una Barcelona en plena expansión demográfica e industrial a instancias de unas autoridades políticas que, a imagen de Haussman un siglo antes en París, trataban de establecer cercos sanitarios entre los barrios obreros y burgueses. El urbanismo Le Corbusierano veía en la calle un potencial foco de desórdenes y revueltas que debía ser reorientado para el flujo incesante de personas y mercancías, imponiendo una geometría espacial profiláctica y antirrevolucionaria que escapaba a toda escala humana. La calle era espacio de conflicto, escenario político de cambios abruptos reivindicado por la clase trabajadora y su eliminación era una cuestión de hegemonía para las clases dominantes. En este sentido, los trabajadores españoles configuraron un proyecto de supresión de las coordenadas capitalistas del espacio, conformado en torno a un urbanismo concentracionario, fragmentario y regimentador de la mano de obra, que se plasmó en una lucha encarnizada por la calle como espacio democrático.
 Aun cuando no estuviese articulada de forma nítida, la práctica cotidiana de los trabajadores, sus preocupaciones, y algunas teorizaciones inconexas, nos autorizan a sostener la existencia de un proyecto común, de mayor o menor calado, de crítica ecológica del capitalismo. El 19 de julio de 1936, los trabajadores y las fuerzas del orden presentes en ambos bandos medirían sus fuerzas para determinar su propiedad efectiva. Fue entonces cuando el movimiento libertario puso en marcha su proyecto de cambio democrático radical.


[1] NAREDO, José Manuel, La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico, Madrid, Siglo XXI, 2003, p. 61.
[2] MUMFORD, Lewis, Técnica y Civilización, Madrid, Alianza, 1987, p. 196.
[3] CASTORIADIS, Cornelius, Sujeto y verdad en el mundo histórico-social. Seminarios 1986-1987. La Creación Humana I, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 332.
[4] HUME, David, Escritos políticos, São Paulo, Martins Fontes, 2003, págs. 24-25.
[5] CASTORIADIS, C., A experiência do movimento operário, São Paulo, Brasiliense, 1985, p. 65.
[6] NAREDO, José Manuel, La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico, Madrid, Siglo XXI, 2003, p. 150.
[7] MARX, opus, cit., p. 503.
[8] CASTORIADIS, C.; COHN-BENDIT, Daniel, Da ecologia à autonomia, São Paulo, Brasiliense, 1981, p. 51.
[9] Tratando de lavarles la cara a los maestros (Marx y Engels), Alan Woods y Ted Grant se exponen al escarnio y ridículo públicos, y no son los únicos, cuando afirman que tanto Clausius como Thomson, autores de la segunda Ley de la Termodinámica, la Entropía, “llegaron a una teoría completamente falsa “y eso lo que sucede “cuando se intenta llevar teorías científicas más allá de los límites en los que tienen una aplicación comprobada”. Por consiguiente, continúan, “si la vida está condenada, ¿por qué preocuparnos con nada?” (WOODS, A.; GRANT, T., Razón y Revolución. Filosofía marxista y ciencia moderna, Madrid, Fundación de Estudios Federico Engels, 1995, p. 176). No resulta sorprendente semejante exabrupto cuando ya el propio Engels había afirmado que “la segunda tesis de Clausius puede interpretarse como él quiera (…) al reloj del mundo hay que darle cuerda y después de lo cual marcha hasta que se pare al equilibrarse las pesas, sin que pueda volver a ponerlo en marcha más que un  milagro”, citado en NAREDO, opus cit., p. 170. Por su parte, Michael Löwy, en una tentativa más seria, defiende un nuevo modelo socio-político que denomina “ecosocialismo”: “¿Qué es entonces el ecosocialismo? Se trata de una corriente de pensamiento y acción ecológica que integra los aportes fundamentales del marxismo, liberándose de las escorias productivistas (…)”. LÖWY, Michael, Por una ética ecosocialista, Boletín digital de la Fundación Andreu Nin, Número 72, septiembre 2008. Disponible en: http://www.fundanin.org/lowy10.htm. Lo que Löwy propone es retirar naipes a capricho y pretender que el castillo  no desmorone. Liberarse de las “escorias productivistas del marxismo”, es tomar, no ya una parte, sino más bien algunos destellos, algunas intuiciones fragmentarias e inconexas,  por el todo, en una sinécdoque de la obra de Marx poco convincente. Sobre el tema ver: MARTÍNEZ ALIER, Joan. De l’economie politique à l’écologie politique, en Congrès International. Cents ans de marxisme. Bilan critique et prospectives, Paris, PUF, 1996, y también MENDÉS, Candido (org), Le Mithe du Developpemen, Paris, Éditions du Seuil, 1977.
[10] HEGEL, G., W., F., Fenomenología del espíritu, México, Fondo de Cultura Económica, 1966, p. 225.
[11]  Desde Rawls a Nozick, pasando por Rorty, Taylor, éticos como MaIntayre, nihilistas neonietzscheanos como Vattimo, gelatinosos posmodernos como Deleuze y Guattari, comentadores resbaladizos como Zizěk, o ambiguos como Beck, Sloterdijk o Agamben, cuya obra es un refrito de Carl Schmitt y su “estado de excepción”, mezclado con el posestructuralismo foucaultiano y aderezado con algunas esencias benjaminianas. Habermas, por ejemplo, sostiene en La Constelación posnacional, que “los cambios revolucionarios que encuentran su culminación ahora  (…) contienen una lección sin equívocos: las sociedades complejas no pueden reproducirse si no dejan intacta la lógica de autorregulación de una economía de mercado”. Después de toda la Teoría Crítica, ya sólo nos queda el mercado. Por su parte, Toni Negri hace referencia a estas experiencias, para llegar a la delirante conclusión de que la democracia necesaria sería una fusión de Madison y Lenin. Tras la defenestración del leninismo en el mercado de las ideas, Negri puso en circulación una pegajosa teoría en la que la “multitud” se convertía en nuevo agente social de cambio. Con independencia de que se pueda sacar algo en limpio de tanto murmullo pseudo radical, tanto Aristóteles como Hobbes ya se habían referido a  la “multitud” en sus obras, aunque con profundidad y coherencia. No obstante, en la práctica, la crítica social radical de Negri acaba desinflando y sucumbiendo a la realpolitik más ramplona, o al posibilismo más banal, como cuando apoyó públicamente el liderazgo de Lula, Morales y Kirchner, como primer peldaño para la construcción de un nuevo orden regional.
[12] Cf. MUMFORD, Lewis, La condición del hombre, Buenos Aires, Ocesa, 1948, p. 450.
[13] LINDEN, Marcel Van Der; THORPE, Wayne, “Auge y decadencia del sindicalismo revolucionario”, Historia Social, Valencia, nº 12, 1992, p. 4.
[14] KAPLAN, T., Orígenes sociales del anarquismo en Andalucía: capitalismo agrario y lucha de clases en la provincia de Cádiz, Barcelona, Grijalbo, 1977, p. 187.
[15] LAGARDELLE, Hubert, Democracia política y organización económica, VV AA, Sindicalismo revolucionario, Gijón, Júcar, 1997, p. 73.
[16] ROUSSEAU, J. J., O Contrato Social, São Paulo, Martins Fontes, 2006, p. 50.
[17] FOTOPOULOS, Takis, ¿Qué es la democracia incluyente?, Revista Archipiélago, Madrid, nº 77-78, p. 163.
[18] LITVAK, Lily, La buena nueva. Cultura y prensa anarquista (1880-1913), Revista de Occidente, Madrid, nº 304, 2006, pags. 16-17.
[19] ARENDT, Hannah, ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997, p. 70.
[20] Nueva Humanidad, Barcelona, 13-5-1933, citado NAVARRO, Javier, A la revolución por la cultura. Prácticas culturales y sociabilidad libertarias en el País Valenciano, 1931-1939, Valencia, Universidad de Valencia, 2004,  p. 39.
[21] MELLA, Ricardo, Ac. Libert., 1911, nº 26, citado ÁLVAEZ JUNCO, José, La ideología política del anarquismo español (1868-1910), Madrid, Siglo XXI, 1991, p. 520.                                                                                      
[22] THOMPSON, E. P., The making of the English working class, New York, Vintage, 1963,  p. 712.
[23] Opus cit., p. 711.
[24] Sobre el tema ver el magnífico trabajo de KAPLAN, T., Orígenes sociales del anarquismo en Andalucía: capitalismo agrario y lucha de clases en la provincia de Cádiz, Barcelona, Grijalbo, 1977.
[25] Incluso historiadores combativos han visto en la destrucción de máquinas un rasgo atávico e injustificado, un “momento de desesperación”, (IZARD, M., Industrialización y obrerismo, Barcelona, Ariel, 1973, p. 75), y no una respuesta sopesada, consensuada, deliberada y lúcida de los trabajadores.
[26] La idea de un campesinado milenarista y primitivo fue puesta en circulación por “Constancio Bernaldo de Quirós, uno de los miembros destacados la escuela positivista de criminología (…) que explicó el anarquismo calificándolo de religión secular, basada en la creencia apocalíptica de una irrealizable sociedad igualitaria”, citado en KAPLAN, opus cit., p. 231. Posteriormente la tesis fue difundida por Díaz del Moral (Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, Madrid, Alianza, 1969), y fue propagada también por el británico Gerald Brenan (El laberinto español, Barcelona, Ruedo Ibérico, 1977) El  anglo-germánico Eric Hobsbawn,  basándose también en las opiniones de Díaz del Moral, llega a sentenciar que el estudio del  anarquismo en general, “es un espectáculo profundamente conmovedor para el estudiante de la religión popular”.(HOBSBAWN, The Spanish Background, New Left Review, n. 40, nov.-dic. 1966, pp. 85-90, citado en CHOMSKY, Noam, La objetividad y el pensamiento liberal: los intelectuales de izquierdas frente a la Guerra de Vietnam y a la Guerra Civil española, Barcelona, Península, 2004, p. 59. Una versión similar aunque mucho más cretina del asunto en: BÉCARAUD; LAPOUGE, Los anarquistas españoles, Barcelona, Anagrama-Laia, 1972, donde encontramos truculencias como estas: “muchos de estos hombres (anarquistas) fueron unos salvajes o unos fanáticos, y alguna de sus hazañas, porque fueron crueles e inútiles, provocan verdadero horror” (p. 9); “la llamarada de milenarismo en las grandes y calurosas ciudades de Andalucía, la locura de todo un pueblo, que se declara libre de repente” (p. 12); “la atracción que ejercen en los españoles los fuera de la ley, los marginados, ya sean bandidos, vagabundos o contrabandistas” (p. 13); “movimiento arcaico, absolutamente primitivo e infantil” (p. 58); “la violencia amarga de los asesinos de la noche” (p. 141); “España es el único (país) que está consagrado (…) al anarquismo, el único en el cual se constata esta especie de equilibrio entre la fe religiosa y doctrina libertaria. Lo que nos lleva a concluir que el catolicismo español contiene algún elemento específico, original, que puede revelar esa metamorfosis” (p. 145). Estos ponderados juicios están basados, según los propios autores, en opiniones tan autorizadas como las de Drieu la Rochelle, literato fascista y colaboracionista francés, o el químico con veleidades historiográficas y excelso propagandista franquista, Ricardo de la Cierva. Este tipo de opiniones no son excepcionales entre los historiadores que han estudiado el anarquismo español, aunque la mayoría ha tenido la precaución de formularlas con un poco más de decoro. Para una refutación convincente de estos arraigados prejuicios sobre “los asesinos de la noche” ver la obra citada de Kaplan, así como: LLORENS, Ignacio de, De la “historiografía anarquista” al rigor mortis académico, en  Revista Archipiélago, Barcelona, nº 1, 1988; MARTÍNEZ ALIER, Juan, Crítica de la interpretación del anarquismo como “rebeldía primitiva”, en Cuadernos de Ruedo Ibérico, nº 43-45, Paris, 1975; GONZÁLEZ DE MOLINA,  M. Los mitos de la modernidad y la protesta campesina. A propósito de “Rebeldes primitivos” de Eric J. Hobsbawn, en Historia Social, n° 25, Valencia, 1996.
[27] MANUEL, E. Frank; ROBINS, Kevin; WEBSTER, Frank, Maldita máquina. Contribuciones para una historia del luddismo, Barcelona, Alicornio, 2002, p. 74.
[28] EALHAM, Chris, La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto. 1898-1937, Madrid, Alianza, 2005.
[29] MASJUAN, Eduard, La ecología humana en el anarquismo ibérico. Urbanismo “orgánico” o ecológico, neomaltusianismo y naturismo social, Barcelona, Icaria, 2000.

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