Os acercamos este último texto escrito por Michel Suárez que pone de manifiesto la importancia que tuvo el proyecto de autonomía que el movimiento libertario intentó llevar a la práctica a mediados de 1936. Lo que supuso una aportación fundamental para los que siguen planteando la necesidad de una sociedad democrática radical que, ya en su momento, se mezcló con tintes dispersos de una crítica ecológica, igual de necesaria.
A parte, el texto navega entre los orígenes de la manipulación democrática de la modernidad, que impulsó la necesidad del Estado, pervirtiendo el sentido histórico de la palabra democracia. Una manipulación que ha llegado a nuestros días con la imposición de una vida burocrática que nos negamos a aceptar ni a legitimar de ninguna manera pese a las imposiciones.
Sin más que decir, disfrutad de la lectura, eso sí, recomendamos imprimirlo para leerlo sin la fatiga de la prisa.
NOTAS SOBRE LA
DEMOCRACIA.
EL PROYECTO DE
AUTONOMÍA DEL MOVIMIENTO LIBERTARIO ESPAÑOL
- EL DESVIO DEMOCRÁTICO DE LA MODERNIDAD
La curiosidad renacentista por la
antigüedad clásica supuso una tímida boca de túnel al prolongado eclipse por el
que transitó la democracia como régimen de autogobierno y resolución colectiva
de los asuntos comunes desde su declinio en la Grecia del siglo IV a. C.
Maquiavelo fue quien primeramente trató de recuperar el legado clásico como
modelo político para su época; sin embargo, su fascinación por los engranajes
del poder hizo que abrevase en la fuente romana y no en la griega, por lo que
el proyecto democrático no emergió definitivamente hasta la época de las Luces
rescatado por Rousseau. No obstante, el ginebrino, al tiempo que formulaba
agudas observaciones sobre la democracia, le negaba toda aplicación práctica
contemporánea apoyándose en las observaciones de Aristóteles sobre la
inoperancia democrática en comunidades con excesivo número de ciudadanos: “tamaña
multitud necesitaría los planos de Babilonia”, caos en el que sucumbiría toda ciudad que encerrase “más una nación que
la población de una ciudad”.
Dando
muestras de una gran sagacidad
analítica Rousseau advirtió de que un cambio de régimen social no significaba la
simple sustitución de gestores de lo dado, sino que implicaba una
transformación ontológica de los hombres, afirmación de consecuencias profundas
que inauguraba un debate sobre las causas del cambio social hoy completamente
olvidado. Paradójicamente, sus conclusiones abrieron la puerta a la
legitimación de un cuerpo separado de los ciudadanos, el Estado, que constituía
la negación explícita del proyecto democrático clásico. El pensamiento
rousseauniano, por tanto, surgía condenado desde el inicio a la ambigüedad, la
circularidad y la aporía: debemos mantener el Estado, aunque tratando de
limitarlo en la medida de lo posible, tesis en la que abundará Montesquieu con
la separación de poderes, porque en virtud de la escala la democracia es impracticable.
Este desvío de la esencia de la
democracia surgió paralelo a la emergencia y consolidación del proyecto de la Modernidad
durante los siglos XVII y XVIII, un marco histórico de transformaciones
estructurales que establecieron nuevas reglas del juego social y desmantelaron los
viejos frenos morales, el sentido comunitario y las obligaciones medievales de
reciprocidad.
El surgimiento del espíritu científico
y tecnológico, una fe teológica en las virtudes autorreguladoras del mercado
como instancia suprema e infalible de asignación de recursos, un afán delirante
de riqueza, ostentación y lujo, la certidumbre de que el fetiche del progreso,
el racionalismo y el desarrollo propiciarían el despegue definitivo de la
humanidad rumbo a un crecimiento físico ilimitado que le permitiría hacerse dueña y señora de la naturaleza
(Descartes), fueron a un mismo tiempo causa y consecuencia de la configuración
de un modelo antropológico entregado a una
ilusión racionalista, sin advertir que tras el brillo de los sueños de
conquista Mefistófeles exigiría su parte del trato en forma de alienación,
destrucciones y catástrofes.
Se inauguraba así una nueva “edad de los
hombres” (Vico) en la que la “razón y la voluntad” nos conducirían a una
felicidad cifrada en un “progreso continuo y no interrumpido a más grandes
bienes” (Leibniz). Es en ese marco en el que se moldea “lo económico” como una
esfera escindida del cuerpo de lo social, es decir, un “sistema económico como
un todo de relaciones lógicas, que tiene una entidad propia de funcionamiento,
que se mueve por sus propios automatismos”.[1]
Esa separación constituía una novedad radical en la Historia que acarreaba
consecuencias extraordinarias; la más relevante fue el nacimiento de “un tipo
de personalidad, una abstracción ambulante: el Hombre Económico. Los hombres
vivos imitaban a esa máquina automática”, una “criatura del racionalismo puro”.[2]
Así pues, la esfera socio-política se
convirtió en mero apéndice de la órbita económica, en un subsistema en el que
se encerraba la “voluntad general” como suma de los deseos individuales. Por
todo ello, como señala Castoriadis, desde el punto de vista de la democracia
como autogobierno, “los filósofos del liberalismo” abandonaron el proyecto de
la auto institución, puesto que mantuvieron “el Estado como instancia suprema”
y creyeron que “el juego de conflictos entre hombres” producía, “independientemente
de los hombres y a sus espaldas, una razón en las cosas sociales”; por tanto, “la
actividad auto instituyente de los hombres no fue reconocida y valorizada”.[3]
Rousseau, Constant, Locke,
Montesquieu, Hume o Smith no defendieron un sistema sociopolítico con anclajes
en el concepto de gestión colectiva del poder, sino un régimen de propietarios
en el que la igualdad permanecía fondeada en la arena jurídica y nominal. La
filosofía política de los ilustrados estuvo a una distancia sideral de conferir
legitimidad a la horizontalidad del poder, a pesar de que eran plenamente
conscientes de los peligros que este modelo entrañaba desde el punto de vista
del despotismo. Así, Hume escribió: “donde la constitución original permite la
delegación del poder, incluso restringida, a un grupo de hombres que posean
gran parte de la propiedad, estos pueden, fácil y gradualmente, obtener
autoridad haciendo que la distribución del poder coincida con la de propiedad”.[4]
En definitiva, en la torsión operada
en la Ilustración con su permuta de dioses celestes por una teología
racionalista y mecánica, las bases de la autonomía quedaron sepultadas bajo un rescate
epidérmico y parcial.
El agotamiento de la Modernidad que se
produjo a mediados del siglo pasado supuso la emergencia de nuevas coordenadas
de pensamiento que establecieron nuevas reglas de juego intelectual; en
esencia, se trató de un ataque frontal contra el racionalismo ilustrado y los
meta discursos que como el marxismo pretendían someter la realidad a un esquema
mecánico explicativo de concatenaciones causales. Si bien el espíritu que
animaba originariamente esta tentativa parecía saludable y necesario, lo cierto
es que el posmodernismo como lógica cultural e ideológica del capitalismo
globalizado ha arrastrado al pensamiento y a la crítica hasta los arrabales de
la razón para entregarse en brazos de la frigidez teórica, el nihilismo más
estéril y un relativismo que neutralizaba, no ya las explicaciones globales,
sino toda explicación. Valiéndose de un lenguaje viscoso y de un irritante hermetismo
conceptual, la posmodernidad ha hecho
comulgar a sus adeptos con las mayores ruedas de molino. Ese tipo de
nomenclatura poseía la enorme virtud de poder desarmar a todos sus críticos
arguyendo una incomprensión de la esencia textual o una interpretación
desviada. Sin embargo, lo más relevante para nuestro caso es que, aun
valiéndose de un cripticismo que ocultaba la desnudez del rey, la posmodernidad
no ha supuesto una línea de corte con relación a la mistificación operada en la
Ilustración con respecto a un glosario político y filosófico que se ha
preservado incólume desde los días de los philosophes.
Esto es especialmente cierto en el caso de la “democracia”.
La consolidación del proyecto capitalista no fue un
camino de rosas. El nuevo mundo industrial-capitalista encontró una resistencia
encarnizada en las reivindicaciones de un segmento, el movimiento obrero, que cuestionó
“el fundamento de la organización capitalista de la empresa y de la sociedad:
que el hombre existe para la producción”.[5]
En el espacio europeo moderno se
asiste a la emergencia de un proyecto de autonomía encarnado en determinados
vectores del movimiento obrero, que en algunos casos reeditó el sentido de la
igualdad política de forma más radical que nunca antes en la historia; un proyecto
por cierto, que no era históricamente necesario, fruto de ninguna inmanencia
teleológica ni consecuencia inexorable de ningún desarrollo hegeliano del
devenir de la razón.
Ciertamente, no todo el movimiento
obrero fue impermeable a los nuevos fundamentos de la sociedad capitalista, y
así, un campo importante del mismo, principalmente el marxismo en sus múltiples
exégesis, se convirtió en un gigantesco Prometeo encadenado a la roca de la
economía política. Sus elaboraciones teóricas no sólo estaban impregnadas de
una visión del mundo derivada de la física newtoniana sino que además Marx
apenas modificó el espacio que ocupaban “la ciencia, la técnica y el trabajo,
como omnipotentes palancas que aseguran una ruta de progreso indefinido”, y dio
por buena “la visión del hombre en el mundo”. La relación instrumental “hombre-entorno
desde la que Marx racionaliza la noción de producción no es otra que la que
originó la construcción del campo de lo económico como objeto de estudio de la
economía política”.[6]
Entretanto, “la estupidez de combatir no el
empleo capitalista de la maquinaria, sino la propia maquinaria”,[7] era, a
pesar de Marx y la aplastante mayoría de corrientes del movimiento obrero, una
condición ineluctable para el establecimiento de un régimen democrático. La
ceguera de Marx y los marxistas sobre la neutralidad tecnológica y su uso
reversible engendró una utopía que acabó fosilizando en el movimiento obrero:
el mantra de que en la “etapa suprior del comunismo” las máquinas
desobedecerían a su propia naturaleza y se pondrían al servicio de la liberación
de los oprimidos. No obstante, “la idea de
un socialismo de líneas de montaje y de composición es un absurdo, una
contradicción en términos”:[8] sin una
crítica profunda de las tecnologías capitalistas, las fuentes de energía y su
transformación a la que están ligadas, no tiene sentido hablar de vía
emancipatoria. La formidable concentración de recursos y fuentes energéticas
exige un polo de poder férreamente centralizado y jerarquizado que absorba el
proceso de toma de decisiones. Sin embargo,
la equidad entre la “participación del poder y el consumo de energía” es
inverosímil, como ya observó Ilich, pues conforma una ecuación asimétrica en la
que el Estado ejerce un “monopolio radical” sobre las fuentes energéticas y no
permite campos de acción ajenos a su control.[9]
Si bien el marxismo no perforó el
cerco cognoscitivo e ideológico del capitalismo, hubo por el contrario un
segmento, dúctil, irregular y heterogéneo, en el que se pueden identificar
sedimentos de la vieja tradición democrática y anticapitalista que consiguió
desprenderse en buena medida de la idea de que el “contenido universal del
curso del mundo se ha dado ya”.[10]
Salvo excepciones, para los
comentadores contemporáneos las experiencias que constituyen tentativas de
ruptura con al capitalismo (Comuna, soviets,
consejos obreros) no han servido de estímulo ni para una reflexión profunda
sobre la igualdad y la libertad, ni como asideros para una reformulación de la
democracia radical, lo que les ha permitido driblar el engorro de la tener que
abordar la política como gestión colectiva de la vida social[11].
Los más críticos han llegado a naufragar en una contumaz confusión entre lo público y lo común, desconcierto que les ha empujado a postular mayor
presencia del Estado ante los persistentes atolladeros del capitalismo. Pero en
lo que han coincidido prácticamente todos es en la asunción unánime de un
cierto grado de heteronomia social, con lo que han resuelto, sin entrar en
mayores debates, temas cruciales como la igualdad en la distribución del poder,
la libertad de participar en la toma de decisiones o la crítica del progreso.
El
afianzamiento de la economía política encontró la resistencia de las clases
populares contra su integración en el engranaje de la “megamáquina” (Mumford),
la adopción del ritmo mecánico, la sumisión a la fábrica y al reloj, la
intemperie afectiva a la que la sometía su atomización como mano de obra
desagregada y regimentada al mismo tiempo. Algunos vieron más allá de ese Moloch, como William Morris, quien
denunció que “la máquina había desvitalizado a los hombres y que en la
corriente lucha por el dinero y el poder, el obrero estaba aceptando
servilmente los ideales de sus amos”, lo que le apartaba del combate por la
verdadera recompensa del trabajo, “autoeducación, autoexpresión, autogobierno”.[12]
- EL PROYECTO DEMOCRÁTICO DEL MOVIENTO LIBERTARIO
ESPAÑOL
En el caso español, la resistencia popular
poseía raíces comunitarias profundas, pero fue en 1868 cuando el anarquismo organizado
puso su primer jalón tras la visita de Giuseppe Fanelli, un emisario de
Bakunin, cuyas ideas tuvieron una calurosa acogida entre los campesinos y
algunas capas del proletariado industrial; tanto sus principios teóricos como
sus modelos organizativos entroncaban con las arraigadas costumbres y
tradiciones comunitarias amenazadas por el avance de la industrialización del
país.
En 1910, con la constitución de la
central anarcosindicalista CNT, la clase obrera libertaria española se dotó de
un formidable instrumento de lucha que en muchos aspectos no ha tenido parangón
en la historia. A pesar de no integrar inicialmente a todas las corrientes del
anarquismo puro que rechazaban las tesis sindicalistas, cosa que se logrará con
el estallido de la Revolución en 1936, la CNT articuló un riquísimo abanico de
grupos y tendencias que poseían en común el objetivo de la destrucción
revolucionaria del capital y el Estado. Sin embargo, así enunciado, este
objetivo resulta demasiado vago e indeterminado, pues la cuestión central a
dilucidar no reside únicamente en determinar “hasta qué punto la práctica de
diferentes organizaciones sindicalistas revolucionarias (en este caso la CNT)
reflejaba objetivos reformistas o revolucionarios”,[13]
sino también en determinar la existencia real, y la profundidad, de un proyecto
de ruptura epistemológica con el capitalismo, y en precisar si la organización
de los trabajadores contenía en sí el germen de la futura sociedad; en otras
palabras, si era tributaria, prolongándola, de un proyecto de democracia
radical.
El anarquismo español trató de
combinar “la fuerza de la unión con la organización comunitaria. Poniendo más
el acento sobre los centros obreros, las cooperativas, las asociaciones de
ayuda mutua y las secciones de mujeres, el colectivismo y el comunismo pudieron
superar el localismo del primero y la disociación voluntaria del segundo”,[14]
y con ese propósito adoptó los contornos sindicalistas como síntesis
conciliadora entre el anarco-colectivismo y el anarco-comunismo.
Si bien compartía con el sindicalismo
revolucionario francés métodos de acción directa, autogestión obrera y el rechazo
de toda intermediación e interlocución con el Estado, descendía bastante más
hondo en su concepto de democracia, combatiendo el tinte autoritario de las formulaciones aristocratizantes de algunos
teóricos franceses, como Lagardelle, para quien “la concepción de una igualdad
abstracta, es sustituida por la noción de una diferenciación real. No todos
están sobre el mismo plano, porque no todos tienen las mismas aptitudes (…) y
es que el mundo del trabajo es un mundo aparte (…) supone una suma determinada
de competencias y hace necesaria una fuerte jerarquía (…) en cierto sentido (…)
el ideal de “democracia” debe tener al frente a los mejores, es decir a los más
capaces, bajo el control permanente de las masas”.[15]
La oposición anarquista al capitalismo
iba, en algunos casos, mucho más allá de la mera crítica de las relaciones o el
modo de producción, ya que el mundo del trabajo no “era un mundo aparte”, y su
arsenal teórico y práctico apuntaba a las coordenadas mentales impuestas por la
economía política. La vía recta hacia la revolución era la transformación del
universo mental, de las sitten, de
las costumbres y los hábitos; en otras palabras, una mudanza antropológica. La
Revolución crearía individuos ontológicamente otros, pero al mismo tiempo serían
producto de su existencia: sin una paideia
previa el cambio sería un mero intercambio de gerentes del capitalismo. Una vez
más, Rousseau fue quien primero entrevió este aspecto crucial cuando afirmó que
“quien osa emprender la institución de un pueblo debe sentirse capaz de cambiar,
por así decir, la naturaleza humana: de transformar cada individuo que, por sí
mismo, es un todo perfecto y solidario en parte de un todo mayor, del cual ese
individuo recibe, de cierta forma, su vida y su ser; de alterar la constitución
del hombre para fortalecerla”.[16]
Esa transformación, esa paideia, se inscribía en una “evolución
y formación del carácter” y en “una afinada educación del conocimiento y las
habilidades”,[17]lo
que únicamente podía obtenerse en el seno de una esfera pública (común). Así,
con el objetivo de crear en el presente las condiciones de la sociedad que se
ambicionaba, el movimiento libertario se entregó a una colosal labor de
propaganda y difusión de las ideas ácratas a través de periódicos, revistas,
panfletos, traducciones de clásicos políticos, folletos, opúsculos y libelos
que, en buena medida,
“eran escritos y enviados por los
lectores de toda la península (…) no sólo eran (los lectores) consumidores del
material, sino también autores del mismo (…) la mayoría (de las colaboraciones)
eran anónimas, o sólo tenía por rúbrica las iniciales o una breve frase
identificadora: ‘un zapatero’, ‘un compañero’, ‘un viticultor”, lo cual no era
sólo deseo de anonimato, sino afán de expresar una voz colectiva. Varias veces
se discutió ese tema en los periódicos, en ensayos como “No más firmas”, donde se abogaba por esa supresión de la autoría
como señal de libertad e igualdad. Esta actitud era consciente”.[18]
En este sentido, los libertarios
otorgaban a la cultura una carga semántica que no remitía a la simple formación
académica ni a la adquisición mecánica de conocimientos. La instrucción
individual constituía una prevención contra la charlatanería de los sofistas y
la condición fundamental para la adopción de un posicionamiento crítico frente
al mundo. De alguna manera, se recuperaba un sentido muy profundo del discurso
democrático que no autorizaba a “hablar en la forma de ordenar”, ni “escuchar
en la forma de obedecer”, puesto que ambas actitudes “no tenían el valor de los
verdaderos hablar y escuchar, no eran libertad de palabra porque referían a un
proceso determinado no por el habla sino por el hacer (tun) o el laborar”.[19]
El hecho de formarse era ya una actividad, una praxis, puesto que “el estudiar,
el capacitarse, el superarse es ya una acción demoledora de la vieja sociedad;
si esa superación intelectual y moral se hace con vistas al porvenir. La vida,
la actividad del individuo, es una cultura, es acción”.[20]
El objetivo de la instrucción no era
pues el mero incremento de un bagaje intelectual indiferente a la acción
política, sino una pedagogía ciudadana, una auto emancipación interior “por el
conocimiento y la experiencia”, en la certeza de que “hacerse autónomo,
gobernarse a sí mismo de hecho valdrá más que las mejores predicaciones y
propagandas”.[21]
Este despliegue autoeducador se
propagó espoleado por una voluntad política deliberada; desde luego, no
constituía una característica propia de los trabajadores españoles; como señaló
E. P. Thompson, también en los pueblos y las villas ingleses “resonaban con la energía
de los autodidactas” a partir de “su experiencia propia y con el recurso a la
instrucción errante y arduamente obtenida, los trabajadores formaron un marco
fundamentalmente político de la organización de la sociedad. Aprendieron a ver
sus vidas como parte de una historia general de conflictos”.[22]
En consecuencia, podemos describir el radicalismo popular “como una cultura
intelectual. La conciencia articulada del autodidacta era sobre todo una
conciencia política”.[23]
Según un consenso (casi) unánime en la
historiografía española (al que han hecho coro los hispanistas anglosajones) el dilatado
despegue capitalista de la Península se debió exclusivamente a la incapacidad
de la balbuciente e inoperante burguesía española, despojada del vigor que se
le supone como clase para la expansión material del país. Pocos son los
historiadores que han señalado que ese “atraso” (¿con respecto a qué reloj
histórico?) pudo tener su raíz en la resistencia activa de los trabajadores que
trataron de preservar el control sobre sus medios y ritmos de vida, sus formas
de autogobierno, apoyo mutuo y de solidaridad vecinal. Para ello articularon
una rica panoplia de estrategias colectivas de resistencia que llegaron a
incluir, en ocasiones, la destrucción de máquinas destinadas a la mecanización
del campo y que constituían la sentencia de muerte para muchos oficios,
especialmente los artesanos.[24]
Las insurrecciones, los motines, las
rebeliones y algunas respuestas ludditas[25]han
inflamado la imaginación de gran número de estudiosos del anarquismo español,
que han visto en todo ello una manifestación palmaria de “primitivismo”,[26]
sin sopesar siquiera la posibilidad de que las clases populares no se rebelasen
“contra la nueva maquinaria per se,
sino contra la transformación de las relaciones de la cual la mecanización no
era sino un elemento más”.[27]
En
muchos casos, los trabajadores demostraron que sus actos derivaban de una
visión aguda de la realidad que los excluía tanto de la propiedad de los medios
de producción como del debate sobre qué y cómo producir.
Por
otra parte, como bien apunta Ealham
en un magnífico estudio,[28]
fenómenos
como la huelga de alquileres, la ocupación no autorizada del espacio urbano, la
práctica y protección vecinal de la economía informal (mercados, vendedores
ambulantes, etc.), la destrucción de monumentos y estatuas de prohombres y
próceres patrios, la aprobación popular de la difundida práctica anarquista de
la expropiación de bancos y domicilios de grandes capitalistas (circuitos económicos
propios), nos permiten inferir que estas estrategias no correspondían a
actuaciones de protesta inconexas, esporádicas y desarticuladas, sino que, por
el contrario, se integraban en un proyecto consciente de construcción de un
nuevo espacio democrático basado en el reforzamiento del lazo comunitario.
Como
bien ha señalado Masjuan en otro trabajo muy estimable,[29]
existían traducciones al español de las obras de los prerrafaelitas (Geddes,
Howard, Morris), y sus teorías urbanísticas fueron propagadas por algunos
personajes afines o simpatizantes del anarquismo durante las primeras décadas
del siglo. Recordemos que las propuestas de Patrick Geddes colisionaban
violentamente con el dibujo urbano concentracionario que Le Corbusier proyectó
para una Barcelona en plena expansión demográfica e industrial a instancias de
unas autoridades políticas que, a imagen de Haussman un siglo antes en París,
trataban de establecer cercos sanitarios entre los barrios obreros y burgueses.
El urbanismo Le Corbusierano veía en la calle un potencial foco de desórdenes y
revueltas que debía ser reorientado para el flujo incesante de personas y
mercancías, imponiendo una geometría espacial profiláctica y
antirrevolucionaria que escapaba a toda escala humana. La calle era espacio de
conflicto, escenario político de cambios abruptos reivindicado por la clase
trabajadora y su eliminación era una cuestión de hegemonía para las clases
dominantes. En este sentido, los
trabajadores españoles configuraron un proyecto de supresión de las coordenadas
capitalistas del espacio, conformado en torno a un urbanismo concentracionario,
fragmentario y regimentador de la mano de obra, que se plasmó en una lucha
encarnizada por la calle como espacio democrático.
Aun cuando no estuviese articulada de forma
nítida, la práctica cotidiana de los trabajadores, sus preocupaciones, y
algunas teorizaciones inconexas, nos autorizan a sostener la existencia de un
proyecto común, de mayor o menor calado, de crítica ecológica del capitalismo. El 19 de
julio de 1936, los trabajadores y las fuerzas del orden presentes en ambos
bandos medirían sus fuerzas para determinar su propiedad efectiva. Fue entonces
cuando el movimiento libertario puso en marcha su proyecto de cambio
democrático radical.
[1] NAREDO, José
Manuel, La economía en
evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento
económico, Madrid, Siglo XXI, 2003, p. 61.
[2] MUMFORD,
Lewis, Técnica y Civilización,
Madrid, Alianza, 1987, p. 196.
[3] CASTORIADIS, Cornelius, Sujeto y verdad en el mundo histórico-social. Seminarios 1986-1987. La Creación Humana I, Buenos Aires, Fondo de
Cultura Económica, 2004, p. 332.
[4] HUME, David, Escritos políticos, São Paulo, Martins
Fontes, 2003, págs. 24-25.
[5] CASTORIADIS,
C., A experiência do movimento operário,
São Paulo, Brasiliense, 1985, p. 65.
[6] NAREDO, José Manuel, La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías
básicas del pensamiento económico, Madrid, Siglo XXI, 2003, p. 150.
[7] MARX, opus, cit., p. 503.
[8] CASTORIADIS,
C.; COHN-BENDIT, Daniel, Da ecologia à
autonomia, São Paulo, Brasiliense, 1981, p. 51.
[9] Tratando de lavarles la cara a los maestros (Marx
y Engels), Alan Woods y Ted Grant se exponen al escarnio y ridículo públicos, y
no son los únicos, cuando afirman que tanto Clausius como Thomson, autores de
la segunda Ley de la Termodinámica, la Entropía, “llegaron a una teoría completamente falsa “y eso lo que sucede “cuando se intenta llevar teorías científicas
más allá de los límites en los que tienen una aplicación comprobada”. Por
consiguiente, continúan, “si la vida está
condenada, ¿por qué preocuparnos con nada?” (WOODS, A.; GRANT, T., Razón y Revolución. Filosofía marxista y ciencia moderna, Madrid, Fundación de Estudios
Federico Engels, 1995, p. 176). No resulta sorprendente semejante exabrupto
cuando ya el propio Engels había afirmado que “la segunda tesis de Clausius puede interpretarse como él quiera (…)
al reloj del mundo hay que darle cuerda y
después de lo cual marcha hasta que se pare al equilibrarse las pesas, sin que
pueda volver a ponerlo en marcha más que un
milagro”, citado en NAREDO, opus
cit., p. 170. Por su parte, Michael Löwy, en una tentativa más seria,
defiende un nuevo modelo socio-político que denomina “ecosocialismo”: “¿Qué es entonces el ecosocialismo? Se trata
de una corriente de pensamiento y acción ecológica que integra los aportes
fundamentales del marxismo, liberándose de las escorias productivistas
(…)”. LÖWY, Michael, Por una ética
ecosocialista, Boletín digital de la Fundación Andreu Nin, Número 72,
septiembre 2008. Disponible en: http://www.fundanin.org/lowy10.htm.
Lo que Löwy propone es retirar naipes a capricho y pretender que el
castillo no desmorone. Liberarse de las
“escorias productivistas del marxismo”,
es tomar, no ya una parte, sino más bien algunos destellos, algunas intuiciones
fragmentarias e inconexas, por el todo,
en una sinécdoque de la obra de Marx poco convincente. Sobre el tema ver: MARTÍNEZ
ALIER, Joan. De l’economie politique à
l’écologie politique, en Congrès
International. Cents ans de marxisme. Bilan critique et prospectives, Paris,
PUF, 1996, y también MENDÉS, Candido (org), Le
Mithe du Developpemen, Paris, Éditions du Seuil, 1977.
[10] HEGEL, G., W., F., Fenomenología del espíritu, México, Fondo de Cultura Económica,
1966, p. 225.
[11] Desde
Rawls a Nozick, pasando por Rorty, Taylor, éticos
como MaIntayre, nihilistas neonietzscheanos como Vattimo, gelatinosos
posmodernos como Deleuze y Guattari, comentadores resbaladizos como Zizěk, o
ambiguos como Beck, Sloterdijk o Agamben, cuya obra es un refrito de Carl
Schmitt y su “estado de excepción”, mezclado con el posestructuralismo
foucaultiano y aderezado con algunas esencias benjaminianas. Habermas, por ejemplo,
sostiene en La Constelación posnacional,
que “los cambios revolucionarios que
encuentran su culminación ahora (…) contienen una lección sin equívocos: las
sociedades complejas no pueden reproducirse si no dejan intacta la lógica de
autorregulación de una economía de mercado”. Después de toda la Teoría
Crítica, ya sólo nos queda el mercado. Por su parte, Toni Negri hace referencia
a estas experiencias, para llegar a la delirante conclusión de que la
democracia necesaria sería una fusión de Madison y Lenin. Tras la
defenestración del leninismo en el mercado de las ideas, Negri puso en
circulación una pegajosa teoría en la que la “multitud” se convertía en nuevo
agente social de cambio. Con independencia de que se pueda sacar algo en limpio
de tanto murmullo pseudo radical, tanto Aristóteles como Hobbes ya se habían
referido a la “multitud” en sus obras,
aunque con profundidad y coherencia. No obstante, en la práctica, la crítica
social radical de Negri acaba desinflando y sucumbiendo a la realpolitik más ramplona, o al
posibilismo más banal, como cuando apoyó públicamente el liderazgo de Lula,
Morales y Kirchner, como primer peldaño para la construcción de un nuevo orden
regional.
[12] Cf.
MUMFORD, Lewis, La condición del hombre,
Buenos Aires, Ocesa, 1948, p. 450.
[13] LINDEN,
Marcel Van Der; THORPE, Wayne, “Auge y
decadencia del sindicalismo revolucionario”, Historia Social, Valencia, nº
12, 1992, p. 4.
[14] KAPLAN, T., Orígenes sociales del anarquismo en Andalucía: capitalismo agrario y
lucha de clases en la provincia de Cádiz, Barcelona, Grijalbo, 1977, p.
187.
[15] LAGARDELLE, Hubert, Democracia política y organización económica, VV AA, Sindicalismo revolucionario, Gijón,
Júcar, 1997, p. 73.
[16] ROUSSEAU, J.
J., O Contrato Social, São Paulo,
Martins Fontes, 2006, p. 50.
[17] FOTOPOULOS, Takis, ¿Qué es la democracia incluyente?, Revista Archipiélago, Madrid, nº
77-78, p. 163.
[18] LITVAK, Lily, La buena nueva. Cultura y prensa anarquista (1880-1913), Revista de
Occidente, Madrid, nº 304, 2006, pags. 16-17.
[19] ARENDT, Hannah, ¿Qué es la política?, Barcelona, Paidós, 1997, p. 70.
[20] Nueva
Humanidad, Barcelona, 13-5-1933, citado NAVARRO, Javier, A la revolución por la cultura. Prácticas
culturales y sociabilidad libertarias en el País Valenciano, 1931-1939,
Valencia, Universidad de Valencia, 2004,
p. 39.
[21] MELLA, Ricardo, Ac. Libert., 1911, nº 26,
citado ÁLVAEZ JUNCO, José, La ideología
política del anarquismo español (1868-1910), Madrid, Siglo XXI, 1991, p.
520.
[22] THOMPSON, E. P., The making of the English working class, New York, Vintage,
1963, p. 712.
[23] Opus cit.,
p. 711.
[24] Sobre el tema ver el magnífico trabajo de KAPLAN, T., Orígenes sociales del anarquismo en Andalucía: capitalismo agrario y
lucha de clases en la provincia de Cádiz, Barcelona, Grijalbo, 1977.
[25] Incluso historiadores
combativos han visto en la destrucción de máquinas un rasgo atávico e
injustificado, un “momento de
desesperación”, (IZARD, M., Industrialización
y obrerismo, Barcelona, Ariel, 1973, p. 75), y no una respuesta sopesada,
consensuada, deliberada y lúcida de los trabajadores.
[26] La idea de un campesinado milenarista y primitivo fue puesta en
circulación por “Constancio Bernaldo de
Quirós, uno de los miembros destacados la escuela positivista de criminología
(…) que explicó el anarquismo calificándolo
de religión secular, basada en la creencia apocalíptica de una irrealizable
sociedad igualitaria”, citado en KAPLAN, opus cit., p. 231. Posteriormente la tesis fue difundida por Díaz del Moral (Historia de las agitaciones campesinas
andaluzas, Madrid, Alianza,
1969), y fue propagada también por el británico Gerald Brenan (El laberinto español, Barcelona, Ruedo
Ibérico, 1977) El anglo-germánico Eric
Hobsbawn, basándose también en las
opiniones de Díaz del Moral, llega a sentenciar que el estudio del anarquismo en general, “es un espectáculo profundamente conmovedor para el estudiante de la
religión popular”.(HOBSBAWN, The
Spanish Background, New Left Review, n. 40, nov.-dic. 1966, pp. 85-90,
citado en CHOMSKY, Noam, La objetividad y
el pensamiento liberal: los intelectuales de izquierdas frente a la Guerra de
Vietnam y a la Guerra Civil española, Barcelona, Península, 2004, p. 59.
Una versión similar aunque mucho más cretina del asunto en: BÉCARAUD; LAPOUGE, Los anarquistas españoles, Barcelona,
Anagrama-Laia, 1972, donde encontramos truculencias como estas: “muchos de estos hombres (anarquistas) fueron
unos salvajes o unos fanáticos, y alguna de sus hazañas, porque fueron crueles
e inútiles, provocan verdadero horror” (p. 9); “la llamarada de milenarismo en las grandes y calurosas ciudades de
Andalucía, la locura de todo un pueblo, que se declara libre de repente”
(p. 12); “la atracción que ejercen en los
españoles los fuera de la ley, los marginados, ya sean bandidos, vagabundos o
contrabandistas” (p. 13); “movimiento
arcaico, absolutamente primitivo e infantil” (p. 58); “la violencia amarga de
los asesinos de la noche” (p. 141); “España
es el único (país) que está consagrado (…) al anarquismo, el único en el cual se constata esta especie de
equilibrio entre la fe religiosa y doctrina libertaria. Lo que nos lleva a
concluir que el catolicismo español contiene algún elemento específico,
original, que puede revelar esa metamorfosis” (p. 145). Estos ponderados
juicios están basados, según los propios autores, en opiniones tan autorizadas
como las de Drieu la Rochelle, literato fascista y colaboracionista francés, o
el químico con veleidades historiográficas y excelso propagandista franquista,
Ricardo de la Cierva. Este tipo de opiniones no son excepcionales entre los
historiadores que han estudiado el anarquismo español, aunque la mayoría ha
tenido la precaución de formularlas con un poco más de decoro. Para una
refutación convincente de estos arraigados prejuicios sobre “los asesinos de la noche” ver la obra citada
de Kaplan, así como: LLORENS, Ignacio de, De la “historiografía anarquista” al rigor
mortis académico, en Revista Archipiélago, Barcelona, nº 1,
1988; MARTÍNEZ ALIER, Juan, Crítica de la
interpretación del anarquismo como “rebeldía primitiva”, en Cuadernos de
Ruedo Ibérico, nº 43-45, Paris, 1975; GONZÁLEZ DE MOLINA, M. Los
mitos de la modernidad y la protesta campesina. A propósito de “Rebeldes
primitivos” de Eric J. Hobsbawn, en Historia Social, n° 25, Valencia, 1996.
[27] MANUEL, E. Frank; ROBINS, Kevin;
WEBSTER, Frank, Maldita máquina. Contribuciones para una historia del luddismo, Barcelona, Alicornio, 2002, p. 74.
[28] EALHAM, Chris, La lucha por Barcelona. Clase, cultura y conflicto. 1898-1937,
Madrid, Alianza, 2005.
[29] MASJUAN,
Eduard, La ecología humana en el
anarquismo ibérico. Urbanismo “orgánico” o ecológico, neomaltusianismo y
naturismo social, Barcelona, Icaria, 2000.
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