«¡Acción, sí; palabras, no!» Qué bonita frase para
rechazar la cortesía y las falsas promesas de la clase política. Con este
contundente eslogan se lanzaban a la lucha las suffraggetes británicas a principios del siglo XIX, encabezadas por
Emmeline Pankhurst. En esta batalla en que se exigía la igualdad,
principalmente de derechos políticos entre los cuales destacaba en aquel
momento por encima de todos el derecho al voto, la estrategia del feminismo se
dividió entre las que optaron por esperar a los avances en el ámbito
parlamentario y legal, y por otro lado, las que hartas de la lentitud y, muchas
veces, la inexistencia de una voluntad real de llevar a cabo estas medidas
progresistas más allá de las falsas promesas y la verborrea cínica de los
políticos, decidieron pasar a la acción. Emmeline Pankhurst lo tenía muy claro,
«a los gobiernos les preocupa la propiedad, pues nosotras debemos atacarla».
Las suffragettes adoptaron la acción
directa como método de lucha, entrando en conflicto con el orden establecido.
Las militantes feministas ocuparon la calle, interrumpieron discursos de
políticos, se presentaron en las reuniones de partidos para boicotearlos,
atacaron a los domicilios privados de diputados y políticos, se les ponían
multas que no pagaban y muchas acabaron en prisión donde reclamaban el estatus
de presas políticas a la vez que iniciaban huelgas de hambre como protesta,
aunque se les obligaba a ingerir alimentos a la fuerza. Pronto emergieron
asociaciones antisufragistas, formadas tanto por hombres como por mujeres. Una
de sus principales tácticas era ridiculizar a las sufragistas, para ese
cometido divulgaron la imagen de estas mujeres caricaturizadas como las típicas
solteronas amargadas y extremadamente radicales, una especie de marimachos, estereotipo que perdura
hasta nuestros días. Posiblemente la acción que más escandalizó a la opinión
pública fue la que protagonizó Emily Davidson, quien se arrojó ante el caballo
del rey en el derbi de Epsom en 1913, muriendo a los pocos días a causa de las
heridas. Fue la primera mártir de la causa sufragista. En 1918 las mujeres
británicas adquirían el derecho a votar, un logro que hubiese sido inalcanzable
sin la fuerza y la acción contra el sistema de las suffragettes.
Hace casi un año, el líder del partido político que se
autoproclama de los «ciudadanos» y aspira a representarnos como único garante
de la equidad y el virtuosismo institucional, dijo que «no apoyaba la huelga
feminista porque su partido no era anticapitalista». Sinceramente, creo que fue
un noble acto de sinceridad, una evocación de la realidad manifiesta, es decir,
de sus palabras podíamos deducir que su organización sentía un gran aprecio por
la estabilidad de las doctrinas neoliberales, algo que nadie dudaba. Lástima
que cuando se corroboró el éxito de la convocatoria no tardó ni una hora en
sumarse a la proclama, asegurando que ellos eran feministas y muy feministas,
en fin, como todo buen caballero diría: lo que haga falta por las mujeres. Más
allá de la mediocridad y las contradicciones del político de turno, lo que está
claro es que las ideas liberales y la mueva sociedad que surgió tras la caída
del Antiguo Régimen crearon un nuevo sujeto, un sujeto que a partir de ese
momento sería el encargado de ocupar la esfera pública e imponer sus justas
leyes. El problema es que en esta nueva era ilustrada se olvidaban,
deliberadamente, de la mujer y de los trabajadores. El nuevo orden traía
consigo un claro protagonista, el hombre, eso sí, un hombre en posesión de sus
verdaderos atributos de virtud, blanco y propietario. El liberalismo, como
escribió Bakunin, se reservaba la igualdad y la libertad como un derecho
exclusivo y propio de la clase dominante, una anarquía resumida a la perfección
en la famosa máxima «laissez faire, laissez passer». Se trataba de esa libertad
estrechamente ligada a sus intereses económicos de la que sólo ellos podían y pueden
gozar. El resto de los mortales estamos sometidos a las leyes con las que nos
flagela el Estado, un Estado que se disfrazó de bienestar para intentar
seducirnos al tiempo que bailaba con las tesis keynesianas, pero que en la
actualidad rechaza esos pasajeros romances socioeconómicos y ha vuelto a sus
verdaderas raíces de las que jamás renegó.
A fin de cuentas, se trata de eso, los Estados modernos están
fundados sobre una base teórica de desigualdad. Ahora deberíamos preguntarnos
quién va a luchar por los derechos de las mujeres, quién va a luchar por los
derechos de los más miserables ¿el Estado? Las mujeres realizan dos terceras
partes del trabajo mundial en horas, y sólo poseen el 1% de la riqueza a nivel
planetario. A su vez, mientras los trabajadores de ambos sexos se desloman, es sólo
un 1% de la población del mundo la que acapara el 82% del capital global. Para
muchos puede ser decepcionante, pero la realidad es que, a través de los
partidos políticos al servicio del Estado, sean del color que sean, jamás se
rectificará esta lógica. El movimiento feminista, al igual que cualquier otro
movimiento de emancipación, nunca conseguirá sus objetivos al servicio de estos
medios institucionalizados, sino luchando contra los mismos. Tenía razón ese aspirante
a presidente del gobierno del que he hablado en el párrafo anterior, al
feminismo no le queda otro remedio, debe ser antisistema.
e. Boix
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