lunes, 19 de septiembre de 2016

Miquel Amorós: La nostalgia por el rock puede ser un arma de lucha

Os dejamos con esta interesantísima entrevista a Miquel Amorós realizada por Jaime Gonzalo. La hemos extraído de la página web  https://www.jaimegonzalo.com/ . Os recordamos que Amorós es compañero y amigo nuestro y ha estado colaborando en más de una ocasión con el Ateneo Libertario de Segorbe "Octubre del 36". El prólogo de nuestra primera edición, titulada "Documento histórico de la Columna de Hierro", fue escrito por él; y nuestra segunda edición es un libro suyo titulado "La mirada hacia atras: Trayectoria revolucionaria de Joaquín Pérez Navarro". Además ha estado en Segorbe en diversas ocasiones dando charlas. La entrevista no tiene desperdicio. El rock no ha muerto.


Salud




El pasado mes de julio se publicaba una entrevista que realicé a Miquel Amorós que, debido a su extensión, fue reproducida incompleta. Recuperamos aquí en su integridad la versión original, dado el interés del entrevistado y sus respuestas. Seguimos viéndonos por aquí y por allí, que nadie lo dude.
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No es experto en rock, pero ha escrito un clarificador análisis sociopolítico con el que rescata del olvido su carga revolucionaria. Poderoso emisor crítico, erudito de anarquismo y situacionismo, bajo su bondadosa apariencia de jubilado renuente a la pasividad ruge un insobornable pensador. Sus ideas ayudan a explicarnos mejor el mundo en el que (no) vivimos.

Hasta los muertos tienen que forcejear por la verdad. El protagonista de «La morte», uno de los cuentos fantásticos de Maupassant, acude al cementerio para llorar sobre la tumba de su amada, súbitamente fallecida. Allí es testigo de un hecho extraordinario. «Todos los cadáveres surgieron de sus tumbas, leyeron los mensajes inscritos por sus parientes en la piedra funeraria, y procedieron a restablecer la verdad. Escribieron todos al mismo tiempo, sobre la tierra de su eterna morada, la cruel, terrible y santa verdad que todo el mundo ignora o finge ignorar en vida». Mayor era la sorpresa del despavorido viudo al comprobar que su difunta esposa no constituía excepción. En su losa, donde él había dictado «Amó, fue amada y murió», ahora se leía «Salió un día para encontrarse con su amante, cogió frío bajo la lluvia y murió».
Se antoja desesperante procrastinar hasta la muerte no ya la colisión con la verdad sobre nosotros mismos, sino con la que afecta a aquello que nos determina la vida; quizá por lo desapacible de sus evidencias. Son muchas las voces sabias alertando al respecto, pero una de las más resonantes es la del historiador y ensayista Miquel Amorós (Alcoy, 1949). Ávido buscador de esa verdad que nos han programado para validar con mentiras y sucedáneos del vivir, sus charlas y escritos arrojan uno de los más estimulantes saldos del actual pensamiento crítico español. La aparición de un nuevo libro suyo nos pone en bandeja esta oportunidad para disfrutar, cuestionar y/o aprender de su lucidez.
A los 18 años se interesó por el anarquismo, en unos momentos en que ese movimiento se encontraba prácticamente neutralizado en la memoria colectiva española, y fundó o cofundó varias organizaciones de dicha índole. Una elección arriesgada, sacrificada, dada la circunstancia franquista y el hecho de que en su familia contaba con antecedentes y sabía lo que le esperaba…
Provengo de una clásica familia obrera traumatizada por la inmediata posguerra, un triste periodo de represión y miseria. En Alcoy, una ciudad de raigambre anarquista y sindicalista, no quedaba un alma comprometida con la causa obrera que no estuviera escondida, encarcelada, desterrada o exiliada. Aunque la figura de mi abuelo materno estuviera bien presente en la memoria familiar, nunca se me dieron demasiados detalles. Para la mentalidad de superviviente nada bueno podía salir de recordar el pasado, así que estuve en el limbo durante toda mi adolescencia. El camino de la rebelión surgió ante mi en forma de acné espiritual. La perspectiva que me ofrecía la vida era un trabajo seguro, un matrimonio con hijos, un piso a plazos, un utilitario y un televisor, esa máquina para aturdir. Otros han descrito mejor esa sensación de vacío interior y desconcierto que se sufre cuando al final de la pubertad uno es empujado a sumergirse «en el agua glacial del cálculo egoísta» (palabras de Marx). No quería vivir como estaba mandado, revolcándome en el barro de las convenciones y repitiendo los gestos vulgares de los filisteos. Me molestaba el autoritarismo que parecía impregnar la anodina vida de la gente corriente, y más aún su corolario, la sumisión obligada. Tenía curiosidad, mala leche, ganas de divertirme y de romper cosas y un fuerte deseo de vivir, que en esa edad tiene mucho de deseo sexual. Así empezó todo. El anarquismo vino después, cuando fui a la universidad y me di de bruces con el «carrillismo», el estalinismo hispano de los sesenta, igual de reaccionario que la versión republicana anterior. Mi «conversión» no se debió a lecturas sobre el tema porque no las había, sino más bien fue una reacción instintiva al oportunismo de una gente con vocación de burócrata, manipuladora y prepotente que pasaba por ser la vanguardia de la oposición a Franco.
Pagó cara la experiencia, condenado a prisión.
Mis malas andanzas y por que no, mis malas lecturas, me llevaron a ella. Eso último lo decía mi padre, que entendía por malas, todas. Estuve poco tiempo en «el maco», no llegó a cuatro meses en total, cada uno en una cárcel distinta. Por cierto, ninguna existe hoy. La de Valencia son departamentos de la Generalitat y la de Alicante, juzgados. Mis familiares estaban pendientes de mí y no me fallaron. No aprendí mucho de la vida, pero me sirvió de distracción. Había una proporción de buena gente entre los presos comunes superior a la de fuera y un montón de historias que escuchar, ciertas o inventadas. Lo malo fueron las consecuencias. Fui expedientado y se me prohibió el acceso al recinto universitario. Tampoco pude trabajar en la enseñanza, ni tener pasaporte, ni siquiera frecuentar gimnasios, pues para todo eso necesitaba un certificado de «buena conducta.» A partir de ahí quemé mis barcos. Nunca hubo marcha atrás.
En la actualidad, ocasionalmente aparecen noticias en los medios de desinformación refiriendo a la captura y desmantelamiento de células anarquistas. Cuesta creer, después de la desparasitación ideológica llevada a cabo en los 80 con la llegada de la «democracia», que todavía exista un anarquismo real en España, a no ser en términos de coartada para ejercer la represión. Esa vía anarquista, ¿está agotada?, ¿cabe pensar en un anarquismo futuro?
Por supuesto que se trata de montajes que tienen por objetivo fabricar un enemigo público con el que poder justificar leyes regresivas como la ley mordaza, la brutalidad policial y políticas de orden. La mayoría de montajes han sido pensados cerca, en el edificio que tiene el Departament d’Interior de la Generalitat en Sabadell. El régimen parlamentario posfranquista tuvo que eliminar los rasgos libertarios del movimiento obrero autónomo que se había desarrollado en los últimos años de la dictadura, lo que ocasionó el retorno de un muerto viviente, la CNT, al que muchos se agarraron como tabla de salvación del antiautoritarismo. Esa vía anarquista estaba históricamente agotada, pero no sucumbió solamente por sus contradicciones, sino a causa de una reestructuración industrial muy bien dirigida por el PSOE que colocó a la clase obrera de las fábricas en el baúl de los recuerdos. El anarquismo como ideología acabada, recetario y almacén de tópicos, no tiene futuro. Por anarquismo entiendo mejor una aspiración a una vida plena, fraternal y comunitaria, sin instituciones que escapen al control de la colectividad, donde los vínculos entre las personas sean directos e igualitarios, no mediados por cosas. En la medida en que las luchas sociales se orienten hacia esa meta y utilicen medios que no la contradigan, el anarquismo tiene futuro.
Cuando ingresó en la universidad, en 1968, en España ya había despertado la lucha antifranquista y la agitación estudiantil, un tema que ha tratado en su libro El año sublime de la acracia. Son muchos los que tras la democratización se arrogaron un pasado antifranquista como quien se prende una medalla en el currículum. ¿Cuánto de mito y de mistificación hay en esa lucha?
Ingresé en la universidad en un momento en que no me sentía a gusto con ninguna autoridad ni me satisfacía ningún programa de reivindicaciones. Sentía una especie de cabreo existencial contra todo lo establecido similar al que sentían otros. Era un estado de ánimo que se iba apoderando de la juventud del planeta y que fructificaba en rebeliones de otro tipo. La nuestra tuvo la virtud de echar por la borda los primeros intentos internos de democratización del franquismo, obligado a mostrar su verdadera cara con el estado de excepción de 1969. Los intentos llegaron a buen puerto al morir el dictador, pues como es sabido el aparato de la dictadura y la oposición socialcomunista acordaron la Transición hacia un parlamentarismo controlado desde las cúpulas, sellada con un pacto de silencio y una amnistía que exoneró a los criminales franquistas. La inmensa mayoría de los nuevos dirigentes de la «izquierda» provenía, o directamente del franquismo disidente, o de la oposición de última hora. Prácticamente todos tuvieron que improvisar un currículum imaginario, puesto que casi nadie podía datar su actividad política antes de 1975. La llamada «democracia», que no lo es ni con Podemos, no se forjó en la calle, sino en los despachos.
Miquel Amorós
Con posterioridad al encarcelamiento se exiliaba en Francia y allí entraba en contacto con el situacionismo…
Crucé clandestinamente la frontera por libre, con la ayuda de mi hermano y un amigo, y me refugié en París. Ocurrió en abril o mayo de 1975. Tras años antes, el impasse teórico del anarquismo clásico, así como el comportamiento errático y capitulador de los dirigentes de la CNT durante la guerra, los que renunciaron a todo «menos a la victoria», me habían llevado hacia la crítica situacionista, una visión moderna y coherente de la lucha de clases, metodológicamente marxisto-hegeliana, pero que recogía lo esencial del anarquismo y de las vanguardias artísticas, a saber, el rechazo del Estado y de los partidos, la revolución en la cultura y el arte, la liberación de los deseos y la subversión de la vida cotidiana. Entré en contacto con Jaime Semprún, quien había tenido relaciones efímeras con Eduardo Rothe y Guy Debord a propósito de la revolución portuguesa «de los claveles».
Fascinante y desconcertante personaje, Guy Debord. ¿Hasta qué punto era «auténtico» y despreciaba las tentaciones de aquello que combatía?
Nunca conocí personalmente a Debord; sólo mantuve correspondencia con él en 1981 como partícipe de su campaña en pro de la liberación de presos anarquistas. Luego, me relacioné con él un par de años por personas interpuestas (Jaime Semprún y Christian Sebastiani). Aunque parezca mentira, era de trato afable. Los problemas aparecían cuando surgían diferencias de opinión. Su conversación era bastante unidireccional; más que dialogar, monologaba. En los asuntos de faldas era terrible. Se dejaba llevar por impresiones momentáneas, por detalles, por divergencias inesperadas: Uno podía sentirse en la crema de la élite revolucionaria y al minuto ser tratado como un apestoso reaccionario. Era el personaje más auténtico y más lúcido que haya existido en la época, el más artista de los revolucionarios y el más revolucionario de los artistas. Jamás hizo la menor concesión a un mundillo cultural o político que despreciaba profundamente. Fue sin duda alguien especial, generoso, apasionado, injusto a veces; una personalidad fuerte, irrepetible, un genio que caminó siempre por el lado salvaje, un ser realmente libre que por propia voluntad rompió la copa la vida cuando ya la había apurado hasta el fondo.
Siempre he pensado que el potencial «rebelde» de iconos como el Marlon Brando deSalvaje o el Elvis pre-RCA, y para el caso la contracultura al completo, se desintegra comparado con el carisma subversivo de Debord. ¿Fue la suya la única revolución «mental» genuina de las décadas de los 50 y 60?
Debord nunca fue un icono de nada, estuvo siempre en guerra continua contra la sociedad del espectáculo, instalado permanentemente en la negatividad. Ni siquiera ahora resulta fácil recuperarlo como imagen espectacular de la lucidez, y los mercaderes de la cultura que lo intentan no hacen sino mutilar al personaje de su radicalidad y estetizarlo, sin conseguir por ello facturar una figura creíble. Debord hizo de la revolución un arte e hizo lo mismo con su vida. Fue alguien que marchó a la vanguardia de su tiempo, pero no encarnó a toda esa vanguardia. Su aportación fue decisiva, pero no la única. Pensemos en André Breton, Daniel Guerin, Simone Weil, Lewis Mumford, Siegfried Krakauer, Murray Bookchin, Herbert Marcuse, Gunther Anders, Dwight Macdonald, Jaime Semprún, Agustín García Calvo y demás.
Con qué ojos se veía desde el exilio la consolidación en España del constructo de la Transición, farsa que junto a Jaime Semprún ya desmontaba usted en 1976 con El manuscrito encontrado en Vitoria. ¿Llegó a comentar este asunto con Debord?
Previamente al Manuscrito editamos La campaña de España de la revolución europea, donde nos hacíamos eco de las luchas obreras asamblearias y señalábamos la posibilidad de que desembocaran en un sistema coordinado de consejos proletarios. La Transición puede interpretarse como un intento de abortar ese proceso que amenazaba con ser incontrolable, llevado a medias entre la oposición, que ponía a los sindicalistas, y la dictadura, que ponía a las fuerzas policiales. A la sazón, Debord se hallaba enemistado con Jaime y obstaculizó la aparición del manuscrito en la editorial francesa Champ Libre, lo que a la postre fue mejor, puesto que el folleto se editó en castellano y en España.
Encyclopedie des nuisances
Mientras aquí se instauraba la monarquía constitucional, se fabricaba a golpe de talonario al PSOE de González y se invocaba el célebre dicho de Lampedusa sobre ese cambio en el que nada cambia, usted perseveraba en la praxis situacionista ingresando en la revista de pensamiento crítico Encyclopédie des Nuisances, que era de algún modo heredera de Internationale Situationniste.
Son dos periodos diferentes. Al volver del exilio me esforcé en llevar adelante con trabajadores amigos una actividad a favor de «la Autonomía Proletaria y la Revolución Social», una agitación consejista libertaria, muy obrerista, entre ICO y la IS (Información Correspondencia Obreras e Internacional Situacionista). La derrota del movimiento asambleario de huelgas fue posible por el empuje patronal a los sindicatos legalizados, la acción de los partidos y la labor represiva de las autoridades, que ya empezaban su estrategia de la tensión infiltrándose en las organizaciones extremistas para fomentar atentados desconcertantes como el de Scala. Los pactos de La Moncloa pusieron fin a la lucha de clases revolucionaria en el estado español. En Francia había surgido un fuerte movimiento antinuclear que podía radicalizarse en contacto con los movimientos de resistencia a la reconversión industrial y, a otra escala, en contacto con las fracciones radicales del movimiento obrero polaco (Solidarnosc) y ruso (SMOT). Hay una curiosa canción de Angelic Upstarts al respecto. Fue el momento de la revista L’Assommoir, del libroLa Nuclearización del Mundo, que yo traduje al castellano, y del tercer folleto de Los Incontrolados. El movimiento antinuclear fue detenido con una moratoria a la construcción de centrales y una oportunidad para los partidos verdes. Inmediatamente, los ecologistas se incorporaron a la política para trabajar en pro de un capitalismo verde y desactivar las protestas, y ahí siguen. La Enciclopédie, que se creó en 1984, partió de esa realidad, haciendo un balance crítico del conflicto social en los años setenta. Presentíamos que la labor que nos esperaba sería de una envergadura comparable a la desempeñada por la I.S.
Pese a la inquina que con su consustancial complejo de inferioridad le tenía Alfonso Guerra, Jorge Semprún, padre de Jaime Semprún, el impulsor de Encyclopédie des Nuisances, era nombrado ministro de cultura por Felipe. ¿Cómo cayó esa noticia en la redacción de la revista?
Ni fu ni fa. Hacía más de quince años que Jaime había roto con su padre, al que consideraba un intelectual aburguesado cómplice durante mucho tiempo de los estalinistas. La noticia fue motivo de chiste. Jorge Semprún era el paradigma de intelectual orgánico, ególatra y camaleónico, mercader de sí mismo y modelo de arribistas.
Qué circunstancias propiciaban su regreso a España, y qué impresión recibía al llegar aquí y apreciar como se estaban desarrollando la democratización ibérica sobre el terreno…
A finales de 1976 en la embajada me dieron un pasaporte y lo primero que hice fue darme un garbeo por Inglaterra, justo cuando empezaba el punk. En abril de 1977 regresé a la península e hice imprimir el Manuscrito encontrado en Vitoria. En Barcelona había mucho ambiente, pero dominaba la frivolidad y el radicalismo de pose. La confusión iba a más y los campos más opuestos se entremezclaban: cualquiera se acostaba pasota en el Parque Güell y amanecía indepe en la manifestación pro Estatut d’Autonomía. La ofensiva proletaria había sido rota el 3 de marzo de 1976 en Vitoria-Gasteiz, pero el movimiento obrero aún daba disgustos a los herederos del franquismo, fuesen de derechas o de izquierdas. Con unos pocos socios me entregué de lleno a una deriva por los puntos candentes de la lucha. Recuerdo especialmente las huelgas del sector de la cerámica en Castellón y del sector del calzado de Alicante.
Desde entonces su actividad en la esfera crítica ha sido constante, y se ha construido su propia plataforma, la editorial/revista Argelaga, que se define «antidesarrollista y libertaria» y con la que de alguna manera prolonga a la Encyclopédie. En calidad de editor, ¿qué grado de interés real, más o menos comprobado, cree que existe ahora mismo en España respecto al pensamiento crítico y la desenmascaración de aquello que nos determina la vida cotidiana?
Me apunté a la asamblea de parados de la enseñanza y lo único que logré fue una plaza de maestro de escuela. Empezaba el curso 79-80 y tocaba un trabajo estable que me permitiera quitarme de encima los apremios económicos de la supervivencia. El horizonte de un cambio radical en España se había esfumado. El golpe de Tejero terminó de acojonar al personal y ese híbrido de franquismo y parlamentarismo al que llamaron «democracia» se imponía como el menor de los males. Mientras tanto, caía el muro de Berlín. En Francia revivía una contestación antinuclear tras el accidente de Chernobil en 1987 y se creaba el Comité «Irradiados del mundo uniros», cercano a nuestras tesis. Paralelamente, se producían protestas contra grandes proyectos inútiles como la construcción de autopistas y el tren de alta velocidad. En la Enciclopédie nos imaginábamos ante un nuevo ciclo de luchas, a las que calificábamos de antiindustriales. Apostamos por ellas y formamos con otros una Alianza contra toda Nocividad. Después, en 1996 pienso, por iniciativa de Semprún, se crearon las Ediciones de la Enciclopedia de la Nocividad, en las que tuve un papel muy secundario. Mi trabajo se orientó hacia la revisión histórica del anarquismo durante la guerra civil revolucionaria. Mi primer libro trataba de la Agrupación de Los Amigos de Durruti fundada por Jaime Balius; el segundo, sobre la Columna de Hierro; el tercero, sobre el anarquista andaluz Francisco Maroto; el cuarto, sobre la etapa miliciana de Durruti. Argelaga pertenece a una etapa posterior; fue un proyecto de 2013 hecho mano a mano con Joan B. que seguía la estela de interesantes precedentes como el Boletín de Los Amigos de Ludd, las ediciones Muturreko, Etcétera, la revista Raíces o la vieja publicación Ekintza Zuzena. No son buenos tiempos para la crítica, habiendo una clase media reformista que trata de resolver la crisis económica con un «asalto» a los escaños. Todo lo que se salga del realismo político es visto con malos ojos, pero aquí estamos.
Rock para principiantes
Uno de los títulos de Argelaga es su libro Rock para principiantes, 2014, expeditiva pero instructiva síntesis del desarrollo y asimilación consumista de esa cultura. ¿Qué le impulsó a escribirlo?
En origen fue una conversación en la barra de un bar con un amigo alcoyano que preparaba la salida de una revista online llamada MISC. Me asombraba que el olvido de las nuevas generaciones sobrepasase el ámbito de la memoria histórica de las revoluciones y se adueñase de una de las manifestaciones más típicas de la juventud de los sesenta. De antes del punk nadie recordaba nada. ¡Que miseria!
¿Cómo se desarrolló su relación con el rock? Supongo que el hecho de que su juventud transcurriera en Valencia, una de las provincias mas prolíficas del pop español de los 60, sería determinante…
Yo de pequeño escuchaba rock y toda la música que podía en la radio. Incluso aprendí a cantar en el coro del instituto. Las ciudades pequeñas y los pueblos conservaban alguna vitalidad y durante los años sesenta proliferaron bandas hasta en los lugares más recónditos que imitaban a los Beatles, los Shadows, Presley, los Teen Tops, etc., y versionaban las canciones pop y soul más escuchadas. Aquello me gustaba, pero yo no tenía talento interpretativo. Tampoco me dio por las canciones de autor. Era dylanero pero detestaba lo que hacían Raimon, Ovidi, Pi de la Serra o Lluis Llach; sonaba a copia oportunista, a hueco, a poetero seudotrascendente. Nada comparable a «The times they are a-changin’». Fueron la banda sonora de la oposición que pactó con el franquismo el repugnante régimen partitocrático que padecemos. No hubo más que ver toda la primera fila de uno de los últimos recitales de Raimon llena de ministros, jerifaltes de la política y viejos sindicalistas vendidos. Yo me quedé con el Cadillac color café de «Nadine», el tema primerizo de Chuck Berry. Aquello era menos pretencioso y más auténtico.
En Rock para principiantes concluye que ningún otro estilo musical posterior «sobrepasó su gueto particular, porque ninguno logró expresar las esperanzas universales de libertad y autorrealización como el rock de aquella época; ninguno enseñó tanto a desaprender, ni desafió tan eficazmente al orden, ni alentó tanto tiempo la protesta». También afirmas que la música pop «llegó a ser pues portadora de verdad, que, de acuerdo con Hegel, también es belleza, y a manifestar espontáneamente, de forma subjetiva e incompleta, apelando a los sentidos —o a las “buenas vibraciones”— más que a la razón, el espíritu de la revolución social moderna». Estoy en parte de acuerdo con ambas opiniones, pero me dejan la sensación de que reside en ellas cierta idealización que supongo tiene que ver con el hecho de que lo vivieras en directo, durante tu juventud, con lo cual puede haber una evocación nostálgica o madalena proustiana.
Me he tostado, como Nerval, en los «rayos del sol negro de la melancolía». Cosa de nostálgicos. El rock en el pasado fue un catalizador de energías revolucionarias y la nostalgia tiende a idealizarlo. Recordamos un tiempo donde la monótona vulgaridad del presente no se presentaba como creativa y original, y donde la autenticidad se colaba por los resquicios que dicha monotonía no conseguía tapar. La añoranza de lo perdido no me ha convertido en un patético viejo roquero estilo Miguel Ríos, sino que me sirve como arma en la lucha por un futuro distinto del que los dirigentes nos acarrean.
Su libro más reciente ha sido Filosofía en el tocador (2016), una transcripción de charlas, textos y prólogos que contiene si no todas si al menos muchas de las constantes de su discurso. Empezando por la verdad. «En un mundo dominado por la sinrazón capitalista la verdad es solo un momento de la falsedad. Su revelación ya no cambia las cosas». ¿Cómo hemos llegado a esta nueva edad oscura, tan cegadoramente iluminada?
He parafraseado una tesis de La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, quien a su vez invirtió una frase de Hegel. Los productos de la actividad social, sean mercancías o instituciones, escapan al control de los productores, erigiéndose ante ellos como poderes separados. Las relaciones humanas dejan de ser directas y devienen mediadas por cosas o imágenes, se deshumanizan. A eso se llama alienación. El ser se plantea fuera de sí. La realidad permanece oculta por la apariencia. Y la verdad, por la falsedad. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Primero, lentamente, gracias a un proceso de colonización del mundo por la mercancía y a una sustitución progresiva de la sociedad por el Estado. Después, en el momento espectáculo, con la unificación del Capital y el Estado, de golpe.
Filosofía en el tocador
Hablando del fascismo, señala que bajo ese régimen «el pensamiento o búsqueda de la verdad carecía de valor, puesto que el orden social se apoyaba exclusivamente en la mentira desconcertante». Ahora mismo en España, y en muchos otros sitios, sigue ocurriendo lo mismo…
El posmodernismo, que es la reacción filosófica en el capitalismo tardío, ha relativizado la verdad, equiparándola con la mentira. Trata de suprimir los referentes a partir de los cuales pudieran hacerse enunciados objetivos. En política esa función corre a cargo del espectáculo, o como antes se decía, de la propaganda. El poder dispone de un aparato mediático de desinformación e incomunicación gracias al cual transmite sus mensajes y órdenes, cuyo cumplimiento vigila a través de un sofisticado control. Estamos ante un condicionamiento pacífico de la población que nos introduce con buenas maneras en una sociedad policial. El régimen partitocrático es muy similar al nazi en su funcionamiento, solo que se basa en la persuasión y no recurre a la violencia sino en casos extremos.
La desactivación de la verdad parece consecuencia directa de la desactivación de la Historia, otra de sus preocupaciones. En un momento dado, dice: «La Historia es trágica, puesto que en su seno se incuban y desarrollan contradicciones que no se resolverán más que en la lucha violenta… Solamente a los espectadores del macabro final les será revelado el secreto». ¿Es la violencia el único método posible para desalojar de la Historia a los que la escriben? ¿Vale la pena conocer el secreto?
La cita corresponde a una de las principales conclusiones de la filosofía de la historia de Hegel. George Orwell en su 1984 denunciaba el principio totalitario de que «La ignorancia es la fuerza». La desmemoria es un arma para controlar el pasado por quienes controlan el presente. Y volviendo a 1984, «Quien controla el presente controla el futuro». Evidentemente los controladores no se irán por propia voluntad, sino que habrán de ser desalojados. ¿Valdrá la pena? Yo contestaría con otra pregunta: ¿vale la pena vivir en la ignorancia? La verdad os hará libres, dice el Nuevo Testamento. El dejarse administrar por el Estado y representar por los partidos nos permite vivir en un reino del olvido donde el aurea mediocritas es la meta final, aunque me temo que tal como van las cosas, ni siquiera esa meta está al alcance de muchos. La verdad nos hará libres, pero por sí sola no nos hará felices.
La Historia es ante todo Memoria, afirma, pero sin embargo se da la paradoja de la Memoria Histórica, ese invento de Pierre Nora por el que el pasado podía ser también imaginado. ¿Tenía entonces razón Hassan-i Sabbah cuando decía que «nada es verdad y todo está permitido»?
La frase no es de Hassan-i Sabbah sino de un orientalista alemán de principios del XIX llamado Hammer Purgstall, que abusivamente redujo a ese principio toda la doctrina ismaelita con el propósito de denunciar la desastrosa influencia de las sociedades secretas sobre los gobiernos débiles. La Revolución francesa había alterado las mentes conservadoras hasta el punto de precipitarlas en la creencia de una conspiración continua y universal que arrancaba con los herejes medievales y pasando por los templarios y jesuitas llegaba hasta las logias masónicas, las supuestas responsables de la revolución. ¡Se non è vero, è ben trovato! Las conspiraciones de fanáticos nihilistas sigue muy vigente como táctica desinformativa del poder mediante la cual éste fabrica la imagen terrorista de sus enemigos, sean anarquistas o fundamentalistas islámicos.
En el texto Genealogía del pensamiento débil habla de un «pensamiento sumiso guardando las apariencias subversivas» y de «consumidores de ideología que quieren al mismo tiempo el prestigio de la revuelta y la tranquilidad del orden». Se diría que eso puede aplicarse al 15M, al podemismo y a toda esa nueva (re)generación política que parece resumirse en vender la juventud de sus líderes, como hace el rock.
El pensamiento débil, posestructuralista y deconstructor, —la french theory— surgió como reacción contra Mayo del 68. Su objetivo era dinamitar el pensamiento revolucionario presentándolo como portador de totalitarismo. La generación tecnófila del 15M ha mamado sus postulados, sus tópicos, sus seudorradicalismos. No es una generación que predique el desmantelamiento del capitalismo y la disolución del Estado, que levante barricadas y que deserte de las instituciones, sino todo lo contrario. Es una generación de viejos prematuros, que criminaliza a quienes se defienden de la policía, reclama las calles para convertirlas en discotecas maquineras y renueva los viejos fetiches con trajes galácticos.
Podemos, al que tilda de «remake de Izquierda Unida», es fruto de ese movimiento llamado ciudadanista, que usted viene a traducir como un «asalto a las poltronas» y con el que se muestra muy crítico: «La presencia de políticos de nuevo cuño haciendo de bisagra al lado de otros mas vistos está estabilizando la casta partitocrática y otorgándole un suplemento de legitimidad».
Los comunistas han sido siempre la vanguardia de la contrarrevolución. Si hace cuarenta años, con un movimiento obrero fuerte, la vanguardia tomaba forma de partido obrero, en el momento actual, sin perspectivas revolucionarias, esa vanguardia adquiere visos de una socialdemocracia renovada. La vieja toma del poder no se apoya en la canalización de la violencia emanada de la lucha de clases, sino en la frustración de las clases medias aburguesadas, a las que se refieren como «ciudadanía». El «asalto a las instituciones» no es más que la explotación electoral del desencanto «ciudadano». Basta con observar un poco la conducta institucional de Podemos y consortes para darse cuenta de que no han venido a regenerar nada, sino a apuntalarlo todo.
El posmodernismo es otra de sus bestias pardas. Su pensamiento lo define como reaccionario, en él predominan los intereses particulares, la satisfacción inmediata de falsas necesidades, la inconsciencia, la ignorancia, los deseos manipulados y un espíritu que se contenta con sucedáneos cada vez más débiles. ¿Tan perniciosos han sido personajes como Deleuze, Foucault, Derrida, Baudrillard?
Los situacionistas, con el término de «recuperación», se referían a la operación de desvitalización y saqueo del pensamiento crítico mediante un discurso incoherente y confusionista, francamente superficial, que solo podía ser útil al orden establecido. Los recuperadores de antaño actuaron desde la universidad, dando pie a una extensa literatura frívola y alambicada que hoy sirve de «cajón de las herramientas» a los recuperadores contemporáneos, bastante más numerosos que sus predecesores. Los impostores que citas no fueron peores que sus admirativos lectores: se limitaron a hacer su trabajo.
Uno de los pilares del pensamiento sumiso, dice, es «la aniquilación teórica del sujeto de la conciencia». Da la sensación de que frente a ese asedio uno debe permanecer alerta las veinticuatro horas del día. No te puedes dormir, ya que de hacerlo corres el peligro de acabar como los protagonistas de La invasión de los ultracuerpos.
Don’t panic dicen los ingleses, que no cunda el pánico. La frase alude a los esfuerzos de los ideólogos de la sumisión por impedir la formación de un colectivo consciente, o digamos una fuerza histórica, o una clase. No dejarse tomar el pelo es algo que no exige una lucidez especial ni genera una inquietud capaz de quitarnos horas de sueño. Cuando nos despertemos seguiremos siendo los mismos.
En su opinión la tecnología ha sido de gran ayuda al turbocapitalismo para proletarizar al mundo y difundir esa mentalidad posmoderna basada en «narcisismo, vacío existencial, frivolidad, consumismo, falta de compromiso sólido, miedo, soledad, problemas emocionales y relacionales, gregarismo, culto al éxito, “realismo” político». Cada vez que viajo en metro y veo a todo el mundo abducido por su móvil me vienen a la cabeza las películas de zombies. ¿Va a ir esto a peor?
Hay una ley inherente al modo de vida contemporáneo que puede expresarse así: «Todo lo que es susceptible de empeorar, empeorará». La tecnología ha sido el gran aliado del Capital, Marx dixit, pues cada innovación ha elevado el rendimiento de los medios de producción y suprimido puestos de trabajo. No se ha parado en eso, sino que ha permitido llevar la vida cotidiana al ámbito de la economía. El menor de los gestos privados puede ser fuente de beneficios si está correctamente mecanizado y capitalizado. Le tecnología permite la penetración de la lógica mercantil en la vida diaria hasta extremos impensables hace unos pocos años. Lo mismo podríamos decir de los niveles de control. Los ultracuerpos que mencionabas son una realidad técnicamente posible gracias a las nanotecnologías.
Una de sus mas prominentes premisas es que la supresión de la clase obrera, o mejor dicho de su conciencia, ha sido el mayor gesto contrarrevolucionario del capitalismo. Es llamativo observar como en documentales de los años 70, en la antesala del engaño transicional, puede verse a gente de clase obrera ideológicamente mucho mejor formada, con una opinión articulada, instruida. Ahora mismo esa clase esclava está más preocupada por las ofertas que pueda encontrar en Primark y su «discurso» se ha analfabetizado…
La transición tuvo una vertiente económica. El capitalismo nacional se disolvió en estructuras de mercado superiores hasta globalizarse del todo. La terciarización de la economía disminuyó sobremanera el papel de la mano de obra en el sector productivo y aumentó en la misma proporción en el sector servicios. Ese trasvase de asalariados de un sector a otro tuvo efectos de masificación, desclasamiento y anomia en el proletariado. La relativa prosperidad económica que trajeron las jubilaciones anticipadas, el crédito a espuertas y el empleo administrativo sumergió la masa asalariada en el conformismo y la encerró en la vida privada, lo que permitió a otros hacer de la política una profesión bien remunerada y con puertas giratorias que garantizaban la permanencia de la remuneración.
De hecho también se ha suprimido a la clase media, convertida en asalariada, «un ser dócil dispuesto a sacrificar sus convicciones y su dignidad por la tranquilidad del automóvil, la vivienda familiar, la seguridad social y la pensión. Ese miedo a perder su estatus en el mercado y esa falta de respeto consigo mismo lo prepararon para cualquier renuncia». ¿Es ese miedo el peor de los miedos?
Se ha reducido parcialmente el nivel adquisitivo de la clase media, pero su mentalidad sigue intacta. Es más, sus miedos se han disparado, y todo buen Gobierno consiste en una correcta administración del miedo. Saint-Just dijo en uno de sus discursos que «todas las artes habían producido obras maestras, pero el arte de gobernar no produjo más que monstruos». A unos, los políticos, ya los conocemos, pero reparamos menos en la masa esclava, que con tal de conservar una vida estabulada está dispuesta a arrodillarse ante quien haga falta y a culpabilizar a los excluidos de tamaño paraíso.
Resalta que la «crisis» que ha generado ese miedo, esa incertidumbre, no se ha traducido en la reclamación de cambios drásticos, como por sentido común cabría esperar. La anomia ya parece tan consustancial a nuestra existencia como el hecho de que la naturaleza humana puede degradarse aún más…
En una sociedad de masas, tal como subraya Hannah Arendt, los individuos son incapaces de establecer suficientes relaciones entre sí. Se da la paradoja de que el amontonamiento engendra soledad, y la soledad, miedo y neurosis. Una sociedad de solitarios no admite normas de conducta válidas para todos, puesto que es un conjunto desordenado de personas sin posibilidad de comunicarse entre sí directa y suficientemente. Las normas han de imponerse desde fuera, desde el aparato estatal, a través de mecanismos de vigilancia y de coacción policial.
Un Estado como el contemporáneo, señala parafraseando a Debord, contrario a la razón, a la vida y a tantas cosas, «está condenado a la aberración y el derrumbe». Nadie lo diría, viendo como ese Estado se perpetúa incluso cuanto más obvia se hace su naturaleza, como está sucediendo ahora mismo en España. ¿Qué le parecen esas demoscopias que reafirman en las urnas a PP y PSOE? Lo pregunto por aquello que dice de que «la economía y la mordida no funcionan bien sin el orden, y la partitocracia, si no es exactamente el orden, es un desorden que funciona tanto en beneficio de la economía como en beneficio propio. Es el desorden establecido». Por cierto, ¿vota?
El Estado moderno es una máquina puesta encima de un pedestal de barro que cualquier crisis puede echar abajo. En 1936, el Estado republicano se derrumbó de la noche a la mañana a pesar de que la sublevación fascista no tuvo el éxito esperado. La intentona golpista del 23F mantuvo al Estado en suspenso durante días, el tiempo que costó convencer a la cúpula militar y a la casa real. Grecia, España, Portugal o Irlanda han estado al borde del colapso por cuestiones tan fútiles como las deudas estatales impagadas, las burbujas inmobiliarias o los agujeros bancarios. Precisamente su fragilidad es la que arroja las masas sumisas y alienadas en brazos de los partidos tradicionales, temerosas aquellas de que los remedios que proponen los nuevos partidos afecten a sus rutinas privadas y amenacen ese estilo de vida que tantos deseos insatisfechos y tanta voluntad reprimida les ha costado. Más vale malo conocido que… En cuanto a mí, como diría el otro Marx, Groucho, jamás aceptaría pertenecer a un club de votantes que me admitiera como socio, por lo que nunca he votado.
Dice que el terrorismo indiscriminado desempeña un papel fundamental para la permanencia de las actuales clases políticas y económicas, propiciando excusa para introducir un régimen policial. Lo que para usted es obvio, para otros es tan solo conspiranoia. Pero en cualquier caso el auge del terrorismo islamista, y la penetración musulmana en Europa, son materias que dan mucho que pensar en ese sentido. La «crisis» de los refugiados, por ejemplo, ¿obedece a algún plan?
Decía Joaquín Maurín, el fundador del POUM, a propósito del terrorismo «blanco» que asoló Barcelona entre 1916 y 1924: «Es un fenómeno histórico incontrovertible que una clase en el poder, al sentir que abajo el enemigo va minando los cimientos, acude al terrorismo, cuyas formas varían según las circunstancias». Hoy en día se conoce todo de la «estrategia de la tensión» en la Italia de los años setenta, cuando la clase dirigente italiana, presa del pánico, recurrió para paralizar cualquier impulso antiestatal de la población obrera por otros medios que no implicaran la incorporación de los estalinistas italianos en el gobierno. Una estrategia similar, pero de menor envergadura, fue aplicada en España entre 1976 y 1981. Los atentados y secuestros del Frap, los Grapo, la extrema derecha y los grupos parapoliciales, evidenciaron una lucha interna entre los franquistas modernizadores y aquellos más reacios a desmantelar el aparato político-sindical de la dictadura. En cambio, el terrorismo yihadista ha sido una consecuencia directa de la guerra que los países capitalistas llevan en el Próximo Oriente y otros lugares por el control de las mayores reservas de petróleo y gas. La abundancia de Estados fallidos ha ocasionado la aparición de un partido extremista que no duda en trasladar a la población de Occidente los efectos mortíferos de la guerra en Oriente. Lo irónico del caso es que dicho partido, en sus inicios, fue financiado, armado y entrenado por los mismos Estados capitalistas y sus aliados islámicos. La reacción de las clases medias ha sido diferente en el sur y el norte de Europa. Si en el sur la crisis y la guerra se interpretan como problemas políticos internos o externos, en el norte se miran como problemas de seguridad y fronteras. Si en los países mediterráneos a la clase media le gusta aparentar un humanitarismo que le sale barato, en el resto de Europa esa misma clase contempla a los inmigrantes y refugiados como un cuerpo extraño que le sale caro y que no encaja con su idiosincrasia, por lo que se pronuncia por un repliegue identitario y retorna el nacionalismo en sus aspectos más protofascistas.
Hace varias reflexiones alarmantes, que no alarmistas, a propósito del progreso, ese cáncer incurable: ha conseguido que la idea de futuro pierda toda su validez —o sea que los Sex Pistols estaban en lo cierto—, que la justicia y la libertad sean cada vez menos concretas, que no haya seres de juicio independiente sino gente irreflexiva absorbida por lo accesorio, que el único progreso sea el de esos dirigentes que progresan merced al progreso de la ignorancia, la sumisión y el control. «Si la historia sigue el curso marcado por la hybris progresista, el punto final será la desolación». ¿Tan mal lo tenemos?
John Lydon cuenta en sus memorias que los Pistols entonaban el «No future» precisamente porque insistían en que lo hubiera. En aquellos días, el Reino Unido sufría las consecuencias de una recesión económica prolongada de la que se saldría con las brutales medidas de austeridad de la era Thatcher y una pizca de patriotismo (Guerra de las Malvinas). No fue un pesimismo particularmente lúcido puesto que era progresista, pero sirvió de bandera a la primera generación frustrada de la historia reciente. Más o menos por esa época laEncyclopédie des Nuisances debutaba cuestionando la idea de progreso. El progreso, entendido como crecimiento económico y tecnológico, tiene su lado negativo. Ese tren nos ha traído guerras, desigualdades, corruptelas, enfermedades, contaminación… El desarrollismo agota los recursos, destruye culturas, concentra la población en conurbaciones insufribles, crea bolsas de marginados, arruina la naturaleza, tortura el clima y desequilibra el planeta. Con un panorama como éste no se puede ser optimista. Los males que nos aporta la realización del concepto burgués de progreso se curan prescindiendo de él, lo que implica una reorganización social ajena al beneficio privado y a la representación separada.
Jaime Gonzalo.

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