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[…]No way out
Todos los partidarios del decrecimiento hablan de salirse de la economía,
aunque la forma de dar el paso no pase por una revolución, ni tan sólo por una
hecatombe económica. Sin que pase por una salida. La destrucción del
capitalismo no es la condición previa del cambio. Éste ha de ser “civilizado”,
pasando por la puerta, no rompiéndola, con el inapreciable auxilio de la
informática e internet, herramientas “conviviales” que “atacan el reino de la
mercancía” (Gorz) y nos ayudan a crear “espacios autónomos convivenciales y
ahorrativos” repletos de “bienes relacionales”, gracias a cuyo atractivo
quedará nuestro imaginario descolonizado. No se trata pues de sustituir un
sistema por otro, y menos con violencia, sino de crear un sistema bonito dentro
de otro malo, que conviva con él. Cuando los decrecentistas hablan de salir del
capitalismo, la mayoría de las veces se refieren a salir del “imaginario
capitalista”. A un cambio de mentalidad, no de sistema. Es más, piensan que
este otro cambio, que comportaría la destrucción de la democracia burguesa, la socialización
de la producción, la eliminación del mercado, la abolición del salario y la
desaparición del dinero, engendraría “el caos”, algo “insostenible” que además
tendría el defecto de no terminar con el “imaginario dominante.” Estamos muy
lejos de caminar hacia lo que en otra época se llamó socialismo o comunismo. Lo
que se pretende es más sencillo: poner a dieta al capitalismo. No cabe la menor
duda de que sus dirigentes, estimulados por el éxito de una “economía
solidaria” a la que el Estado ha transferido suficientes medios, y, forzados
por el agotamiento de los recursos y la escasez de energía barata, se van a
convencer de la necesidad de entrar “en una transición socio-ecológica hacia
menores niveles de uso de materias primas y energía” (Martínez Alier). Los
millones de parados que engendraría dicha transición habrían de coger el
ordenador y marchar al campo, recipiente de un sinfín de “nuevas actividades”,
medida que fluiría de un “ambicioso programa de redistribución” incluyendo una
“renta de ciudadanía” (Taibo), al alcance solamente de las instituciones
estatales. En tanto que tentativa de salirse del capitalismo sin abolirlo, al
pasar a la acción y entrar en el terreno de los hechos, los decrecentistas
confluyen con el viejo y abandonado proyecto socialdemócrata de abolir el
capitalismo sin salir nunca de él. Si acabar con el capitalismo de forma
abrupta es una forma de “decrecimiento traumático” que va contra el “decrecimiento
sostenible” (Cheynet), qué decir tendría acabar con la política. Aunque no haya
más política que la que sigue los designios de la economía, y, por lo tanto,
del crecimiento, no se concibe otra manera de “implementar” las medidas
necesarias de cara a una “transición igualitaria hacia la sostenibilidad” que
la de “recuperar protagonismo como comunidades políticas” (Mosangini), por
ejemplo, mediante “una propuesta programática ante las elecciones” (Jaime
Pastor). Así pues, los decrecentistas podrán cuestionar el sistema económico
que han renunciado a destruir, pero nunca cuestionarán sus subproductos
políticos, los partidos, el parlamentarismo y el Estado, instrumentos
conviviales y espirituales donde los haya. Aunque en casa la boca se les llene
con lo de “recobrar espacios de autogestión”, de puertas afuera claman por el
engendro de la “democracia participativa”, es decir, por la vigilancia y
asesoría de las instituciones y constructoras en materia de urbanización e
infraestructuras, al objeto de conjurar las protestas radicales en defensa del
territorio.
[…]Son encomiables muchos experimentos de desvinculación,
reivindiquen o no reivindiquen el decrecimiento, pues en las épocas sombrías
tienen la fuerza del ejemplo, a condición, eso sí, de presentarse como lo que
son, modos de sobrevivir más llevaderos, de coger aliento si cabe, pero nunca
panaceas. Son un comienzo pues la secesión es hoy la condición necesaria de la
libertad. Sin embargo, ésta no tiene valor sino como fruto de un conflicto, o
sea, unida a la subversión de las relaciones sociales dominantes. Constituyendo
una especie de guerrilla autónoma. La relación con los combates sociales y la
práctica de la acción directa es lo que confiere el carácter autónomo al
espacio, no su existencia en sí. La ocupación pacífica de fábricas y
territorios abandonados por el capital podrá resultar a veces loable pero no
funda una nueva sociedad. Los espacios de libertad aislados, por muy meritorios
que parezcan, no son barreras que impidan la esclavitud. No son fines en sí
mismos, como no lo eran los sindicatos en otros periodos históricos, y
difícilmente pueden ser instrumentos para la reorganización de la sociedad
emancipada. Durante los años treinta fue cuestionado ese papel, atribuido
entonces a los sindicatos únicos, porque se le suponía reservado a las
colectividades y a los municipios libres. El debate merece recordarse, sin
olvidar que, a la hora de la verdad, la autonomía de cada institución
revolucionaria, sindicatos incluidos, fue asegurada por la presencia de
milicias y grupos de defensa. Pero hoy las cosas son diferentes; la emancipación
no va a nacer de la apropiación de los medios de producción sino de su
desmantelamiento. Las zonas relativamente segregadas hoy en día existen
precisamente porque son frágiles, porque no son una amenaza, no porque
constituyan una fuerza. Y sobre todo, porque no sobrepasan los límites del
orden: en Francia, la mayor aportación del millón de neorrurales no ha sido
otra que “votar a la izquierda”. Al fin y al cabo, también son contribuyentes.
Los islotes autoadministrados no transforman el mundo. La lucha, sí. No estamos
en la época de los falansterios y las icarias. La democracia directa y el
autogobierno han de ser respuestas sociales, la obra de un movimiento nacido de
la fractura, de la exacerbación de los antagonismos sociales, no del voluntarismo
campañil, y no han de producirse en la periferia de la sociedad, lejos del
mundanal ruido, sino en su centro. El espacio será efectivamente liberado
cuando un movimiento social consciente lo arrebate al poder del Mercado y del
Estado, creando sólidas contrainstituciones en él. La salida del capitalismo
será obra de una ofensiva de masas o no será. El nuevo orden social justo e
igualitario nacerá de las ruinas del antiguo, puesto que no se puede cambiar un
sistema sin destruirlo primero.
Extraido
de la publicación Libre Pensamiento, número 63, invierno 2010.
4 comentarios:
Alomejor es cuestión de no empezar la casa por el tejado y empezar por poner en práctica los proyectos y trabajos de intercambio de bienes y servicios. Si de verdad se crea una costumbre y necesidad de fomentar las relaciones directas de intercambio, conforme aumenta su complejidad, se ven las necesidades reales de crear instrumentos (eco, vales, moneda propia, nada...) para facilitar las transacciones o intercambios con la propia experiencia y la idiosincrasia de cada lugar. No veo lugar para teorizar y discutir en debates que a priorí solo sirven para dividir y crear tensiones entre los que después tienen que llevar a cabo esa relación.
Estoy bastante de acuerdo contigo con lo que respecta al modo de empezar.Aunque es necesario un debate profundo sobre lo que queremos y que herramientas necesitamos, ya que si no hay debate se acepta cualquier propuesta de fuera que a lo mejor no es positiva,ya que la falta de pensamiento crítico es bastante grande.
Las monedas sociales son inaceptables desde el momento que intentan suplantar una comunidad real por una comunidad virtual.
Y eso es por lo que se necesita un debate con respeto...
Muy bueno
¿Pero para que tanto jaleo con la moneda social esa? Nuestros abuelos se reirían de tanta complicación...
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