
Santiago Fernandez
¿Qué
es la democracia? La democracia es el robo, hubiera contestado un nuevo
Proudhon a juzgar de las cantidades exorbitantes de dinero público que
fluye hacia las arcas de los particulares bien situados o bien
relacionados con los partidos, tras haber «donado» la cantidad que
procede a fundaciones-tapadera o haberla entregado directamente a los
receptores políticos en sobres o bolsas. Los apologistas del régimen y,
en general, los que de alguna manera se benefician de él o tratan de
justificar sus privilegios, han dicho por activa y por pasiva que la
democracia es el estado de libertad y derecho que los españoles nos
dimos después de duras luchas contra el franquismo. La dictadura era la
soberanía del dictador; la democracia es la soberanía de la nación, que
no se ejerce directamente, sino a través de un parlamento compuesto por
diputados de partido y de un gobierno de partido. Es pues una soberanía
delegada. No se trata de la soberanía de la ley, de la verdad o de la
razón, atributos de un pueblo libre, sino de la soberanía de los
partidos, o mejor de las cúpulas de los partidos, que recogen a la vez
el testigo de la dictadura. Estructurados verticalmente, funcionan como
maquinarias burocráticas cuyo poder se concentra en una dirección dotada
de gran discrecionalidad. Los «españoles», la «nación» o «España» son
entes imprecisos en sí, cuando no son meras formas de decir Estado. El
Estado español los define a su imagen y les da forma, no al contrario:
la Autoridad determina lo que es pueblo español y lo que no es. El
estado es el verdadero soberano, y los partidos ahora son su esencia: lo
que llaman «democracia» es en realidad un régimen partitocrático,
capitalista por más señas. La partitocracia responde a una forma
particular de representación de la voluntad popular secuestrada
—considerada ésta como deseo de la «ciudadanía», o sea, del electorado
cautivo— que corre a cargo de asociaciones particulares de intereses:
los partidos. Éstos van asociados a los negocios, puesto que la
profesionalización y el tren de vida de sus dirigentes, las necesidades
financieras de los aparatos y la propia naturaleza desarrollista del
Estado obligan a esa relación. Y así se ha dado la paradoja de que el
coste de la supuesta democracia, y por lo tanto, de la supuesta
soberanía nacional, viene determinado por el apetito enorme de la
burocracia partidista. El ejercicio democrático no es algo distinto del
aprovisionamiento. La partitocracia española es un ejemplo palmario de
lo que hablamos.
El
régimen de partidos tardó un tiempo en consolidarse; el que necesitó
para controlar las carreras de altos funcionarios y jueces, disponer del
dinero de las cajas de ahorro, crear montones de organismos que
promulgasen leyes urbanizadoras y numerosísimos cargos inútiles. En una
coyuntura expansiva de reconversión estatal, impulso de la obra pública
innecesaria y especulación inmobiliaria —responsable de la creación de
una masa asalariada conformista— la partitocracia disfrutó de un alto
grado de aceptación social. Las relaciones de la política con el dinero
de los constructores parecían beneficiar a todos, o al menos, no
perjudicar a demasiados. Por eso, lo que llaman democracia pudo
descansar casi tres décadas en la mentira de que los políticos
trabajaban mal que bien por el interés general, y de que no formaban una
clase social particular, una especie de élite extractiva, con intereses
que no tenían nada de públicos. Sólo cuando sus unilaterales decisiones
destinadas a paliar las nefastas consecuencias de la globalización
económica lesionaron el peculio de amplios sectores de gobernados,
surgió la decepción y el enojo popular. A pesar del control de los
grupos financieros sobre los medios de comunicación, las exacciones de
los partidos saltaron a la primera plana. Cualquier evidencia de
prácticas corrientes y asumidas como por ejemplo, la administración
desleal, el amiguismo, la malversación o el cobro de comisiones, fue
interpretada como un abuso intolerable por quienes nunca antes se habían
ocupado más que de sus asuntos privados y siempre habían firmado
cheques en blanco a los partidos. En esta atmósfera de indignación
pacata, algo tan obvio como la financiación en negro de los partidos y
sindicatos, las tarjetas opacas de las cajas o las cuentas oscuras de
los allegados y familiares de políticos, resultaban irritantes y
desmoralizadoras a quienes habían cumplido religiosamente con el ritual
del voto y la declaración de Hacienda. El hecho de que las revelaciones
obedeciesen a denuncias interesadas, hallazgos accidentales, abusos
imposibles de ocultar o simples derivaciones de otros casos, por más que
los jueces miraran para otro lado, tenía la virtud de poner en
evidencia tanto la honestidad de los políticos como la independencia del
poder judicial, rebajado a mero instrumento de la partitocracia. Pero
¿hay alguien que realmente crea en la justicia?

Desde
los comienzos de la Transición, la corrupción ha sido prácticamente
legal; por eso se halla tan generalizada. Hasta la reforma del Código
Penal de 2013, la financiación ilegal de los partidos no era delito; ni
siquiera existían éstos como entidades susceptibles de responsabilidad
jurídica. La prevaricación, la fechoría política más grave y extendida,
no comportaba pena de prisión. La Ley de Contratos aún permite
adjudicaciones sin pasar por concurso con tal que el coste se fraccione,
mientras que la ocultación de dinero al fisco por debajo de los 120.000
euros no se considera fraude. No existe ninguna oficina que estudie el
origen de los patrimonios sospechosos, pero además, los cargos electos
son aforados y, por lo tanto, sus desmanes no pueden ser investigados
más que por tribunales superiores, cuyos miembros son nombrados
oportunamente en los parlamentos. Así pues, los políticos imputados
participan en la elección de aquellos que los han de investigar: se
puede suponer el resultado de las indagaciones. El Banco de España, la
Comisión Nacional del Mercado de Valores y el Ministerio de Hacienda son
muy remisos a facilitar datos a los jueces, y lo hacen con cuentagotas.
El Tribunal de Cuentas no puede cruzar datos con la Agencia Tributaria,
la contabilidad de los partidos es comunicada con seis años de retraso
y, en fin, los aumentos patrimoniales, los sobresueldos, las dietas y
los gastos de los políticos son imposibles de establecer si no se
producen filtraciones; las prácticas locales recaudatorias siguen
ignorándose, y en definitiva, la procedencia y la cuantía del dinero que
maneja la clase política se desconoce completamente. Se tiene la
impresión de que todo el sistema judicial esté organizado para permitir
la corrupción. Por eso no hay medidas que logren atajarla.
Hasta
ahora los escándalos no habían acorralado a los políticos, puesto que
la masa satisfecha y optimista que los votaba no consideraba males
mayores, por ejemplo, el tráfico de influencias, la información
privilegiada, la falsedad documental, el fraude, la estafa o el cohecho,
ya que directamente no la afectaban. La prueba es que los políticos
prevaricadores obtenían amplias victorias electorales. Parecía que el
enriquecimiento ilícito, el despilfarro y el nepotismo los hacían más
populares. La masa domesticada de votantes no cuestionaba la captación
irregular de fondos, el blanqueo de capitales o la patrimonialización de
las instituciones, sino que lo consideraba todo como una característica
común de cualquier «democracia». Pocos creían ilegítimo aprovechar
oportunidades de hacer dinero cuando se ocupaba una poltrona. La
«democracia por la que tanto habían luchado los españoles» era obra
exclusiva de los partidos y, como ésta se fundamentaba en la confluencia
del interés privado y el interés político, lógico era que los cargos
públicos se llenaran los bolsillos. Pero el principio cínico del vive y
deja vivir —ocúpate de tus asuntos y deja robar al prójimo— solamente
funciona en época de estabilidad y bonanza. Otra cosa muy diferente
ocurre cuando ordeñar las instituciones coincide con —e incluso conduce
a— la quiebra, el paro, las privatizaciones, los desahucios, los
recortes y el irritante rescate de la banca. Ante un reparto desigual de
los costes de la crisis y una revelación brutal del alcance de la
corrupción, lo menos que se puede decir es que la sumisión se hace
pesada. El «pueblo» ya no tan resignado —la clase media asalariada, los
empleados en precario y los jóvenes sin expectativas— pierde la
confianza en los partidos tradicionales y sabiéndose victima de sus
responsables, exige que los victimarios devuelvan el dinero robado y que
los culpables paguen por los desperfectos. Como masa timada y perdedora
empieza a cuestionar la administración partidista, originando un vacío
que el soberanismo y las nuevas formaciones ciudadanistas se han
aprestado a llenar.


En
los medios se habla de «crisis de legitimidad» y de «quiebra del
capital ético», en un enésimo intento de ocultar que estamos ante una
clase explotadora al descubierto y que el sistema en el que se ampara es
un régimen espurio. La realidad económica y política quedan todavía
bajo el paraguas de la ideología dominante y del espectáculo. La cultura
de masas pesa demasiado; la industria mediática busca soluciones en el
marco del Estado, el coto de la clase política, que se concretan en
abundantes medidas sin efectos palpables en el descompensado reparto de
sacrificios. De esta manera, los plumíferos y bocazas de la claudicación
pedían un esfuerzo «a todos», es decir, a los empresarios y a los
trabajadores, a los banqueros y a los pensionistas, a los funcionarios y
a los políticos, a los empleados y a los usuarios, a la «ciudadanía» en
general, para acoplar sus intereses particulares con los intereses
generales del sistema. Los «representados» habían de confiar nuevamente
con sus «representantes» y superar la actual «crisis de
representatividad y de confianza» de los partidos. Para «restaurar el
vínculo» entre ambas partes, los políticos habían de reformar el sistema
«representativo» e incluso sacar de la chistera nuevas formaciones; los
empresarios, tenían que flexibilizar su trato con los sindicatos; los
trabajadores, renunciar a la seguridad del empleo y aceptar el retraso
de la edad de jubilación; los funcionarios, rentabilizar su función; los
estudiantes, pagar los costes reales de la enseñanza., y así
sucesivamente. Desde el punto de vista de los voceros de la dominación,
la culpa había de repartirse; era de todos. Justificaban que los
políticos se agarrasen a sus privilegios y hasta que los multiplicasen,
porque los demás también querían conservar íntegros sus derechos
sociales. Con el mayor cinismo, afirmaban el hecho de que privilegios y
derechos no eran compatibles (había de por medio una disimulada
situación de clase). La solución mágica pues escapaba a los
protagonistas antagónicos, por lo que se tenía que recurrir a un
tercero. Desde el punto de vista tecnocrático, se trataría simplemente
de una asesoría de expertos comisionada por el parlamento para llevar a
cabo una «auditoría democrática» y sugerir mecanismos de control
consensuados (El País). Desde un punto de vista ciudadanista,
menos convencido de la culpabilidad universal y más centrado en el
rescate de la clase media asalariada y la juventud universitaria, sería
cuestión de una «democratización de la democracia», una «refundación»
del sistema, incluso de una «segunda transición» o una «revolución
ciudadana», obra de una red de votantes internautas que desde el espacio
virtual impulsase una «nueva mayoría» parlamentaria ajena a los dos
grandes partidos que hasta ahora se han ido alternando las tareas de
gobierno.
Al
no ofrecer salida al paro, al endeudamiento, a la precariedad y a la
pobreza, los partidos mayoritarios y las instituciones estatales han
pasado de ser la solución a ser el problema. Literalmente, en 2014 las
encuestas los sitúan como el tercer problema grave del país, empatado
con la corrupción, tras el paro y la deuda. Los arribistas que pretenden
heredar su electorado, proponen reformar el régimen desde dentro, tal
como hicieron los franquistas, «de la ley a la ley». Para ello
construyen partidos y coaliciones buenistas, con programas realistas y
líderes pragmáticos dispuestos a la moderación y a los pactos. Sin
embargo, desde cualquier lado, el sistema político es irreformable. Con
una clase política de sustitución obtendríamos en poco tiempo los mismos
resultados. Falla el sistema. La corrupción no constituye la excepción,
sino que está inscrita en su naturaleza. Es parte esencial de él.
Controlar a la clase política significaría controlar las ramificaciones
que conectan con los grandes grupos económicos y financieros, bloquear
ese flujo relacional, lo que en la práctica significaría la liquidación
de dicha clase, y si ésta ha de demostrar valentía en algo, lo será
rechazando autoinmolarse. Además, la causa primera de la crisis no es la
corrupción, son los movimientos especulativos de las finanzas
internacionales, fuera del alcance de los Estados. Los partidos no han
hecho más que trasladar sus efectos a las masas asalariadas, puesto que
esa es su función, destapando involuntariamente la caja de Pandora de
las corruptelas. La reforma no significa nada si el Estado sigue
formando parte del circuito financiero de la globalización. Pero separar
al Estado de las finanzas internacionales significaría salir del
capitalismo y la clase política existe gracias a la interdependencia
entre Estado y Capital. O dicho de otro modo: el porvenir de la clase
depende del desarrollismo estatal, y éste, del crecimiento capitalista.
Abstenerse del capitalismo implica abstenerse de la política, pasar del
Estado.
El
hecho de que la mayoría popular se mantenga «serena» y actúe con
«civismo» indica que la crisis en cierta manera se ha encarrilado, ha
pasado a ser parte del orden. La partitocracia tiene cuerda para rato.
Nadie cree en un estallido social, porque nadie que tenga algo que
perder lo desea, y no lo desea porque lo teme. El miedo es el
responsable de que la masa apele al Estado desesperadamente, corra con
los gastos y pague los platos rotos con resignación, o como mucho,
aliente pasivamente los «movimientos sociales» y las alternativas
«refundadoras» ciudadanistas. Las masas asalariadas no quieren desertar,
no quieren otra forma de vivir, por eso se aferran a lo existente. Los
tiempos no están suficientemente maduros para cambios radicales y la
reconciliación de clases transcurre tanto por las carreteras principales
como por cañadas y veredas. La dislocación del esqueleto social no es
suficiente. La crisis no ha afectado todavía a los fundamentos de la
dominación; es una crisis a medias. Pocos se están viendo obligados a
elegir otras maneras de vivir, a regular su conducta según nuevos
valores solidarios, a constituir una comunidad que satisfaga sus
necesidades de libertad y seguridad al margen del Estado. La crisis no
ha alumbrado más que un nuevo reformismo, de tinte socialdemócrata e
identitario, que con un lenguaje políticamente correcto persigue un
capitalismo de nuevo cuño. La subversión ha de tenerlo muy en cuenta.
Argelaga, primavera 2015.
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